No hay niño que, con un belén a su alcance, no insista en cubrirlo todo de copitos de corcho o de sal gorda. No importa que esto sea Palestina, que veamos camellos a lo lejos y que, alrededor del pesebre, hayamos enclaustrado unas cuantas palmeras. De mayores, seguiremos con el mismo ritual. Para quienes apenas catamos nieve -como a buenos y subtropicales Aurelianos Buendía- el elemento guarda una condición mágica. Y, frente a las bolsitas de musgo , bolas de Navidad y demás tiestos, me pregunto algo que jamás se habrán preguntando mis ancestras: ¿la nieve será algo reconocible y común cuando mi hija sea mayor? Puede que, para entonces, se haya convertido realmente en un milagro, como los ángeles del cielo. O que las estrellas sean algo tan alucinante como contemplar el estallido de una supernova: la luz artificial crece en el planeta a un ritmo de un 2% por año. Parece que también estamos perdiendo la noche.

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