La imagen de un bebé durmiendo plácidamente en su sillita suele ser enternecedora. Ajeno al ruido de la calle por la que lo pasean, el bebé parece flotar en una burbuja que le aísla del mundo al que ha venido a parar. Es la felicidad personificada:cero problemas, cero preocupaciones, cero cavilaciones. Absolutamente dependiente, sus necesidades básicas se limitan al alimento, la higiene y el descanso. Mirando a cualquiera de estos bebés, lo normal es preguntarse en qué punto de la cadena social se rompe la igualdad. En qué momento ese bebé que duerme embobado en su propia nube comienza a recibir el intensivo curso de estereotipos y normas de vida que va marcando sus gustos y tendencias y que va labrando su futuro y su manera de mirar y de relacionarse con el otro sexo. Poco cambiará si el cambio no llega desde la cuna, si la familia y la escuela no dan testimonio creíble de que la dignidad no se negocia.

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