Todos tenemos un pasado. El mío, concretamente, es el de chica de las encuestas. A pie de calle. Dos años que me machacaron la autoestima y que sirvieron para pasar a desear nuestra extinción como especie. Sólo hubo un día en el que parecimos algo parecido a unos seres decentes, de piel sensible y corazón tan blanco. Lo han adivinado: ese día en concreto era cuando tocaba preguntar a la gente qué haría si le tocaba la Lotería de Navidad. Los rostros se iluminaban como si el Calvo del Gordo (actualicemos: la extraterrestre Danielle) se paseara a su lado, o como si todas las burbujitas de Freixenet empezaran a bailar agarradas a las farolas. Ese era el único instante de felicidad verdadera que podía atisbar, más allá de favoritos y malditos de Carnaval; playa o penitencia en Semana Santa o proyectados viajes de verano. Como decían en Mujercitas, Navidad sin regalos no es Navidad.

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