Hubo un tiempo en el que los libros se bebían, en el que se devoraban sus narraciones, las inventadas y las que reflejaban con fidelidad alguna historia. Un tiempo en el que el saber, el conocimiento, se transmitió a través del papel, de esos volúmenes capaces de sostener a la humanidad entera, capaces de albergar en sus páginas lo bueno y lo malo de cada época, de cada sociedad. Ahora, desgraciadamente, los libros no se beben. Como mucho, se les da un sorbo, se catan, pero su sabor no resulta atractivo para unos jóvenes que sienten pereza ante las letras, jóvenes para quienes leer se limita a los mensajes de su wasap y de sus redes sociales. Se lee de niño, porque se está aprendiendo y porque la literatura -autores, editores y librerías- están haciendo mucho por cubrir este primer espacio de iniciación, pero cuando se llega a la juventud, por regla general, el libro no es un aliado sino, más bien, un estorbo.

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