Cultura

Y la vida continúa...

Con una de las trayectorias más interesantes en el cine documental contemporáneo (La ville Louvre, Le pays de sourds, Un animal, les animaux), el nombre de Nicolas Philibert no empezó a ser familiar para los espectadores (incluidos los españoles) hasta el estreno de Ser y tener (2002), minuciosa y entrañable visita a una pequeña escuela rural francesa que se convirtió en uno de los documentales europeos de mayor visibilidad y éxito internacional de las últimas décadas.

Cinco años después, Philibert regresa con una película en la que, por primera vez en su trayectoria, anuda lo autobiográfico (encarnado en su voz narradora, en su presencia física ocasional en las imágenes, en su trayecto personal explicitado) con un fascinante juego de puesta en abismo que ahonda en los sucesivos textos, protagonistas y referentes nacidos de un trágico acontecimiento real acaecido en un pequeño pueblo de Normandía allá por 1835: el parricidio cometido por el joven Pierre Rivière, quien degolló a su madre, su hermana y su hermano, suceso que fue detalladamente descrito y justificado por el propio Rivière en una hermosa crónica literaria antes de su suicidio y sobre el que, muchos años más tarde, en 1973, volvería el filósofo y escritor Michel Foucault para sacarlo a la luz pública. A partir de aquel libro, que se puede encontrar traducido al castellano (Tusquets), el director René Allio realiza una peculiar adaptación cinematográfica, Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère, ma soeur et mon frère... (1976), filme rodado en las localizaciones originales del suceso e interpretado por los habitantes de los pueblos de la zona, actores ocasionales e improvisados de un drama familiar inscrito en su propia memoria colectiva.

Nicolas Philibert fue asistente de dirección de Allio en el rodaje de aquella película, una experiencia cinematográfica que el propio director ha reconocido como determinante para su concepción de la profesión de cineasta. Impulsado por la memoria de aquellos días, por su deuda con Allio y por el recuerdo de su propio padre, quien fuera también figurante ocasional de la película, Philibert emprende un asendereado viaje de regreso a Normandía para reencontrarse con los lugares y los protagonistas de aquel rodaje, protagonistas a los que el director filma con respetuosa y cálida cercanía humanista no tanto buscando la anécdota para el anal cinéfilo como ahondando, de manera digresiva y abierta siempre a lo azaroso (que se materializa en las propias derivas y huidas que va tomando la narración), a la singularidad de la pequeña biografía personal de cada uno, hilando la Historia (o lo que la literatura y el cine han convertido en Historia), la recreación y la representación de ésta (a través de ocasionales visitas al filme de Allio, a sus archivos o al texto de Foucault) y la realidad en un presente fílmico que funciona como palimpsesto de relatos múltiples y heterogéneos conectados de manera prodigiosa por el montaje polifónico de Philibert, maestro de ceremonias y parte indisoluble de lo contado.

Y es ahí donde Regreso a Normandía trasciende su aparente condición de documental antropológico o de reconstrucción para abrirse a un insondable juego de ecos y resonancias en el que se cruzan el paso del tiempo, las metáforas y los símbolos, la Historia colectiva y la historia individual, un documental que devuelve al cine su capacidad para embalsamar el tiempo, retomarlo y modelarlo de nuevo de acuerdo a la propia memoria, para hacer dialogar a los vivos con los muertos con un gesto de moviola o una furtiva mirada a cámara.

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