Cultura

El puente profanado

  • Ivo Andric aborda el recelo secular entre el Oriente y el Occidente que se encuentran en los Balcanes

En la obra del Nobel yugoslavo Ivo Andric (1892-1975) siempre se trasparece, como fantasmagoría, como lúgubre hálito, el llamado destino balcánico. En la confluencia entre el Levante europeo y el canto del muecín otomano, los Balcanes siempre han concitado el recelo de dos mundos mal avenidos. Oriente y Occidente forman aquí, entre el paisaje montañón, un híbrido irresoluble o, como aprendimos en la escuela, ese avispero que siglo tras siglo acaba por estallar. Un puente sobre el Drina, la novela que aquí comentamos, forma parte de la trilogía que sobre Bosnia-Herzegovina escribió Ivo Andric en 1945, en Belgrado, cuando la Segunda Guerra Mundial tocaba a su fin y el narrador halló abrigo literario en el acervo de su tierra natal.

Crónica de Travnik y La señorita son las otras dos novelas que completan el cuadro histórico de la trilogía bosnia de Andric. Esto es, lo que va de la conquista otomana (1463) al propio nadir de los turcos, con el inevitable corrimiento de fronteras del XIX, el dominio de Austria-Hungría y el estallido de la Gran Guerra. En Andric el tiempo fluye irremediable a la vez que parece como envarado. Paisaje y paisanaje son el reflejo dúplice de esta especie de interludio sin fin. Los episodios históricos se suceden. Pero, por encima de toda fecha y avatar, sobre el fluir del tiempo lo que se impone una y otra vez es la tasa, el maleficio secular que pesa sobre los lugareños de aquellas tierras, que se dividen por la sangre, según el credo, lo que da lugar a la observancia debida a sus costumbres. Más que convivencia, lo que durante siglos se perpetúa entre cristianos ortodoxos y musulmanes bosnios es una especie de conllevancia (el palabro puede resultar poco digerible en horas del desayuno).

No le falta razón a Claudio Magris cuando dice que Andric es un poeta de la profundidad del tiempo. Los Balcanes, con sus montuosos relieves y sus ríos briosos como el Drina, sufrieron la dominación otomana durante más de cuatro siglos (el cacareado yugo). El escritor turco Nedim Gürsel habló en su día no tanto de yugo como de pax ottomanica, un concepto provocador o sólo ingenuo, que suscitó alguna chanza entre la intelectualidad balcánica. Cierto es que el Turco cortó cabezas, impuso gravámenes y estableció el derecho de leva (la devsirme, por la que los hijos más recios de familias cristianas eran llevados a Estambul para servir al sultán como mandatarios o jenízaros). Con ser cierto todo ello, también los turcos llevaron a los Balcanes un concepto de civilización, un sentido lento del tiempo y la ordenanza, donde el fatalismo, como la hermosura o la fealdad, se aceptaba como un designio de Dios.

El espléndido puente erigido sobre el Drina fue una obra de pía inspiración, ordenada por el gran visir Mehmet Pachá Sököllü (bosnio de nacimiento e hijo, por tanto, de la devsirme). Sus prodigiosas arcadas se levantaron sobre el verde río en 1571 (el año 979 de la hégira mahometana). La construcción del puente tuvo un sentido práctico en aquel híbrido confín. La maravillosa mole se alzaba junto a la línea fronteriza que, con los siglos, separará Bosnia de Serbia. Pero en su origen, concebido sobre los planos del pasado remoto, el puente venía a significar también una idea de flujo, de migración de intereses entre Oriente y Occidente. El puente sobre el Drina era como el caravasar entre dos mundos condenados a la encrucijada. Pero lo atrayente en la obra de Andric, a nuestro entender, no es la nostalgia pasiva o el canto amable de aquella hora malograda, en la que las culturas cristiana e islámica parecían que podían entenderse por encima de los yugos históricos (ora el del Turco, ora el del austriaco). Lo que prevalece siglo tras siglo es -volvemos al principio- el destino balcánico. Quiere decirse que toda la epifanía coral de Un puente sobre el Drina se desarrolla bajo la sombra espesa y mórbida de un recelo secular, insuperable de generación en generación, aunque los ancianos de ambos credos llegan a compartir confidencias, fuman el chibuquí a orillas del Drina, o padecen juntos las riadas que las lluvias desalmadas provocan sobre el río fronterizo.

En el albor de la Gran Guerra, cuando los cañones serbios apuntan al puente, un viejo turco del lugar mantiene intacto el sentido que los puentes tienen para un creyente musulmán. En la aurora del mundo, Alá creó y entregó al hombre la tierra culta, blanda y pródiga, como arcilla sin cocer. Y el Maligno, envidioso por aquella dádiva, arañó toda aquella tierra magnífica, de la que surgieron, para infortunio del hombre, cordilleras y ríos inabordables. Los ángeles de Alá tendieron sus alas a los hombres para que éstos cruzaran los ríos. Y así aprendieron a construir puentes, que, como las fontanas, no hacían sino remitir a un origen sagrado que el hombre de todo tiempo venidero no podía profanar. Tal y como ocurre al final de la novela, bombardear el puente erigido sobre el Drina suponía, para aquel viejo nacido bajo la pax ottomanica, una ofensa del torpe e incomprensible mundo sobre la voluntad de Dios.

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