Cultura

Los potentes planos de Juan Romero

  • La galería Birimbao de Sevilla acoge hasta el próximo martes 24 una nueva exposición del maestro Juan Romero, creador de una obra muy personal, sostenida e incansable

El Rinoceronte de Durero hizo correr mucha tinta. Unos escribieron para asegurar que el pintor alemán nunca había visto semejante animal que sólo conocía por un dibujo y una sucinta descripción que enriqueció con su fantasía. Otros admiraron la figura que envidiarían los más rancios bestiarios. Particular importancia tiene el texto de un viajero británico, James Bruce. Viajó a las fuentes del Nilo en 1790 y allí vio un rinoceronte que dibujó para tachar de ilusoria la criatura de Durero. Pero el dibujo de Bruce era también fantasioso e incluso conservaba rasgos de los imaginados por el pintor alemán. Mucha más tinta gastaron sin duda los pintores que reprodujeron de mil maneras la célebre criatura. Juan Romero (Sevilla, 1932) se incorpora a este último grupo con un acrílico que rinde homenaje al antiguo dibujo entre el humor y la ternura. Mi amigo Rino aparece en un amable campo de flores, aunque conserva las placas y escamas que le otorgó Durero. La pequeña pieza interesa pues como homenaje, pero mucho más por su estructura.

Juan Romero elude la perspectiva y cultiva asiduamente la bidimensionalidad del cuadro. Pero al trabajar así la superficie no puede quedar en bruto, el pintor debe elaborarla. En Mi amigo Rino el acogedor campo de flores forma una suelta orla en brillante azul-verde que reitera el plano del lienzo a la vez que suaviza y aligera su tersura. En esa orla aparece la figura del animal que está sin embargo ceñida por una segunda orla: en ella el azul se pierde y el verde se oscurece. Esta segunda orla funciona como un surco: hunde suavemente el plano y así la figura del rinoceronte se adelanta como ilusorio abombamiento. Los colores cálidos de las placas del animal colman el esfuerzo para enfatizar su volumen.

Romero fue a París buscando a Picasso pero encontró 'además' a Dubuffet y Paul Klee

Recorriendo con calma la exposición se comprueba que la potencia de la estructura del cuadro es a la vez virtud y preocupación de Juan Romero. Vean si no Pueblo en fiesta. Toda la parte baja del cuadro se organiza en sucesivos frisos horizontales cuya capacidad ordenadora no se debilita por las aves, flores y círculos alojados en ellos. Sobre esos frisos se encarama el pueblo: una cuidada construcción de formas geométricas. Rectángulos, trapecios, triángulos y círculos aseguran su consistencia, mientras algunos vértices aseguran el sentido ascendente del conjunto. Éste además se subraya al estar inscrito en una suerte de nube entre gris y violeta (que contrasta con el intenso color de las casas) cuya ligereza se fortalece con formas circulares. La nube, finalmente, aparece en un cielo amarillo-anaranjado que completa el trabajo dándole especial brillantez. La firme estructura puede pasar desapercibida por la minuciosidad de las figuras y la vivacidad del color, pero unas y otro adquieren protagonismo gracias a su contraste con la consistencia de la estructura. De la fecundidad de este contraste da fe en este mismo cuadro la palmera que aparece a la izquierda. Queda fuera de la estructura: de la nube gris-violeta, del entramado de casas, de los filtros y por eso introduce un ritmo peculiar, un tiempo de descanso para la mirada, no exento de humor.

La capacidad de estructurar y construir suele ser característica de consumados dibujantes que con unos pocos trazos logran organizar el plano frunciendo la superficie del papel o el lienzo, alargando su horizontales, potenciando las direcciones verticales. A veces se contentan sólo con abrir aquel plano para que de él brote con decisión una figura capaz de reposar en si misma. Es el caso del cuadro titulado La arlesiana. La obra es otro homenaje, en esta ocasión a Van Gogh y Gauguin, y a sus retratos de Mme. Ginoux, aunque la pieza de Romero recuerda más bien a las mujeres de Pont Aven que Gauguin recoge una y otra vez con sus complicadas tocas. Juan Romero dispone cuatro rectángulos sucesivos y enmarca en el más pequeño el rostro de la mujer, en alusión al rígido almidonado usado por las muchachas bretonas, mientras expande la toca en una potente fantasía de color. Así el cuadro se convierte en un sucesivo juego de constricción y expansión, en estrecha coherencia con el rostro de la muchacha, su protagonista.

A veces se habla de los pintores sevillanos de los cincuenta como de una generación rompedora. Ciertamente lo fueron. Pero más importante parece ahora la consistencia de su obra. Romero fue a París buscando quizá a Picasso pero encontró además a Dubuffet y Paul Klee. Fueron los tres catalizadores de una obra muy personal, sostenida e incansable. Compruébenlo en cada cuadro: abajo, confundida con otros grafismos, aparece la firma, la fecha y una misteriosa cifra que puede dar idea del incesante trabajo de Juan Romero.

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