Literatura

El mundo como lejanía

  • Un año después de su muerte, Planeta publica el inédito que Umbral había dedicado a su mujer, María España Suárez, escrito a mediados de los 80

Si hemos de dar por buena la definición de Gil de Biedma, la prosa poética persigue un fin, una urdimbre, un relato velado, mientras que el poema en prosa vive de su finalidad, la cual no es otra que la celebración del mundo, bien como debacle, bien como rememoración, bien como secreto esplendor, como agónica llama, que aún aletea en nuestro pecho. En este sentido, la Carta a mi mujer de Francisco Umbral, es un dilatado, un minucioso, un agónico poema en prosa, cuya finalidad, si la hubiere, no es otra que la de datar la lenta extinción de los cuerpos y el repetido milagro de los veranos, cuando la vida, cuando el amor, son sólo viejos tropos en el abultado léxico del escritor. Así pues, tanto como un homenaje a la mujer, a María España Suárez, este inédito escrito mediados los 80 es una confesión de la imposibilidad, de la esterilidad del idioma para dar cauce a esa vida minúscula y secreta que parpadea y discurre al margen y al costado de nuestros logros.

Dice Valle-Inclán en algún lugar de su Trilogía carlista: "Y las cosas decían una verdad que los hombres aún no saben entender". Esta conciencia del misterio, heredada por los simbolistas del viejo Romanticismo, es lo que todavía percute en la escritura de Francisco Umbral, y ello en el siglo de Robbe-Grillet, Wittgenstein y el objetivismo. Al idioma sin profundidad, como mero hecho estadístico y ambulatorio, Umbral opuso una literatura memorística, un idioma lastrado por sus propios recuerdos y gravámenes, y en definitiva, una forma de concebir el mundo como la gran ajenidad que es, como un enigma infinito, que sólo el escritor puede vislumbrar, y quizá elucidar, con el vago magisterio de su palabra. En este sentido ("la gran lejanía que es el mundo", escribió Ortega), Carta a mi mujer es un libro plenamente orteguiano. Si bien es cierto que Ortega disfrutó de un optimismo, de una cordialidad filosofante, que Umbral no comparte salvo para constatar la impensada autonomía de las cosas, así como el empeño inútil, consciente, del escritor, cuando nomina y oscurece la ancha variedad de lo vivo.

Por Carta a mi mujer asoman gatos y olmos, los vivos y los muertos, más el agua clausurada de una piscina. No son necesarios otros elementos para configurar un universo que nace de la observación y se diluye con la luz de los ocasos. Umbral canta al magnolio, al gato enfermo, a la mujer que habita su jardín como un animal pleno y ausente, no para celebrar el mundo como Guillén o Gómez de la Serna, sino para descubrir, con fría indiferencia, que el hombre es un artificio, un exiliado, una torpe maquinaria léxica, que no agota la dura locuacidad del árbol o el insecto, y a cambio sólo consigue esta rara lucidez, quizá la única pureza posible, de saberse solo y extraviado: solo entre la soledad bisbiseante de las cosas, extraviado en un bosque de palabras que no nos dejan -nunca- oír el bosque y su palabra anciana, ronca, originaria.

Casi toda la obra de Umbral viene atravesada por este juego, agónico juego, de la imposibilidad de decir, llevada hasta un extremo insólito. Francisco Umbral ha sido uno de los mejores, si no el mejor prosista del siglo pasado. Algunos llaman a esta forma de escribir "escritura de sonajero", aduciendo que la forma no viene acompañada o carece de fondo. Sin embargo, Umbral fue un extraordinario prosista agravado por el pensamiento, por la palabra certera, y sólo algunas veces por la filigrana apresurada. Como dice Gimferrer al final de su prólogo: "Su belleza no es sólo estilística, sino que tiene también la desvalida grandeza impávida de la dignidad y la veracidad". Dignidad y veracidad, añadimos nosotros, en la que se halla el mayor talento de Umbral, conocida su excelencia estilística, y cuya hondura nos da hoy este florilegio, tan amargo como hermoso, de la mujer en esfumato, perdida entre rosales, y confundida, sí, con el aroma del mundo.

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