Cultura

La memoria como laberinto

Lo dice Cunqueiro en alguno de sus artículos: "el hombre necesita, como quien bebe agua, beber sueños". Esta es quizá la naturaleza última del viaje, la necesidad de ver y de asistir, bajo un mismo sol, al espectáculo de lo extraordinario y lo diverso. Así ha sido desde los soleados días de Homero; así ocurrió también con los vikingos, con Marco Polo, con el indesmayable asombro de Cortés, cuando escribe al César Carlos sobre la feracidad enigmática y arborescente de las Indias. Esta es, sobra decirlo, la musculatura originaria de las páginas que hoy presentamos, Macedonia de rutas, donde el fino observador y el tímido poeta en que se escinde Rivero Taravillo, dicen una verdad dormida entre las piedras.

En alguna ocasión hemos mencionado aquí que "el mito de la profundidad" a que se refería Robbe-Grillet, como prejuicio a batir, no es otra cosa que la naturaleza misma de la palabra y el hombre. Si Grillet soñó con una lengua objetiva, mensurable, en cuadrícula, superficial, ajena por completo a los gravámenes de la Historia, lo cierto es que la palabra tiene mucho de sedimento vivo, de laberinto hermético, de agua soterránea (pordiosero es el que pide por Dios, el mendigo teológico y agonizante de otras épocas), en tanto que la memoria es el único soporte, fantasmagórico y deforme, con el que el ser humano cuenta para dar noticia de sus días. Esa cualidad vaporizante del idioma, mas la naturaleza engañosa del recuerdo, es la que despliega Proust, en friso colosal, a lo largo de A la recherche du temps perdu. Aún así, el ensayismo posmoderno ha dado en negar estos dos invariantes antropológicos y literarios: la negación del individuo como acreedor de una memoria propia; y la sustitución del tiempo, en favor del espacio, como vértebra caudal de cualquier poética. Con lo cual, la memoria ha encontrado en el libro de viajes cuanto la filosofía penúltima le negaba. Y este lugar no es otro que la Cultura.

Así, cuando Rivero Taravillo atraviesa las calles de Dublin, los pubs de Londres, los canales y campos de Venecia, las veneradas piedras de Roma, no es la postal ignara y el comentario apresurado quienes acuden a estas páginas, sino la compañía de Stendhal, de Goethe, de Ezra Pound, de Chateaubriand, de Casanova, de Joseph Brodsky, de Vivaldi, del Tintoretto, de John Ruskin, de aquel muchacho quebradizo y titánico que fue Lord Byron. De igual modo, cuando pise Nueva York o México D.F., serán Lorca y Luis Cernuda (y Octavio Paz, y Altolaguirre, y Bernal Díez del Castillo), aquéllos que acompañen la soledad encendida del viajero. Viajar, al cabo, no es otra cosa que amistarse con el abismo que se abre en mitad de nuestro ser. Viajar, como Ulises o Alvar Núñez Cabeza de Vaca, es volver a la tierra nativa trasnformado en otro. Cuánto de lo que fuimos se ha difuminado en remotas geografías; cuánto de lo que hoy nos conforma ha sido tomado en préstamo. No es ocioso, pues, pensar que Goethe, el imaginario romántico de su Fausto, viene de un paseo nocturno en góndola, mientras la noche neblinosa de los canales traía el canto de los marineros, como la voz de espectros inasibles. Y tampoco es ridículo suponer que Las mil y una noches prefiguraron, en el XVIII y el XIX, el modo de viajar y la forma de imaginar lo exótico que todavía late en el ingenuo corazón de los turistas.

El hombre, en suma, es cultura. Vale decir, tiempo, memoria, saber estratificado por un impulso lírico. Esto implica también una deformación inevitable de cuanto se ha visto o se ha soñado en el camino. Así, será el lector quien escoja la realidad deforme y el testimonio parcial que le parezcan más sugestivos. Rivero Taravillo, su cultivada humanidad, es una buena guía para acompañar nuestras soledades por el ancho mundo. A su honorable veneración por los pubs, se une su devoción por los grandes poetas de Occidente. En puridad, poco más debe pedírsele a un hombre: ojos para ver, memoria para recordar, y un corazón donde la gratitud viva pareja de las lágrimas.

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