Cultura

A favor del futuroUna estética del XX

  • Juan Antonio González Iglesias publica 'Confiado', un poemario galardonado con el Premio Ciudad de Melilla En esta excepcional guía, Franz Hessel recorre un Berlín hecho para el disfrute, del que no quedaría rastro tras la Segunda Guerra Mundial

confiado

Juan Antonio González Iglesias. Visor. Madrid, 2015, 78 páginas. 10 euros

Como animal de distancias, como hombre de acción, el poeta debe mantenerse en alerta, con la justa seguridad y la confianza que da la perspectiva. Un animal de distancias asume un destino -quizás reducido a distancia, y así estaría bien- en una época en la que nadie tiene destino. Plenamente heroica es la tarea del poeta, del hombre de acción, en nuestro tiempo -otra cosa es cómo se entienda esa tarea, y quiénes son esos escasos hombres de acción-; plenamente heroica la tarea de los que miran con voluntad lo que venga. La felicidad como meta, como decisión, como finalidad verosímil. Ese es el héroe vital, el hombre de acción, que defiende el poeta Juan Antonio González Iglesias, y que le ha llevado a ser una de las voces indiscutibles y más originales de la poesía española. Su esperado nuevo libro, Confiado, sigue apostando por lo sencillo y lo concreto, por la espontaneidad medida, (huyendo de la facilidad, incapacidad o miedo que muchas veces esconde el hermetismo, y de ornamentos innecesarios). El poeta reposa en los plazos de aguardar, allí donde es el cuerpo quien habla, sin más certeza que la del cuerpo; donde el amor es lo único que verdaderamente importa, donde el amor no sólo tiene la última palabra: "El amor / dará firmeza a lo que digo".

El poeta ya no es -o no solamente, y menos mal- un cultivador de grietas como apuntaba Roberto Juarroz, y ahora exige mucho más a la realidad, a la experiencia propia; exige celebrar la existencia para que la poesía respire, avance, y no acabe siendo confundida con otra cosa. González Iglesias vuelve a ser fiel a sí mismo, y ésta es la mejor noticia para la poesía. Estamos ante un poeta clásico que se opone obstinadamente a las modas y que pone de moda la poesía, le da futuro, y eso es ciertamente más. Se antoja redundante volver a confirmar la voz personalísima de un autor al que ya se le reconocía poeta por sus traducciones de Ovidio antes de escribir sus propios versos. Aquí insiste, sin ocultarlo, en lo ya planteado en libro anteriores; insiste en que verdaderamente hay algo en el amor que no es de este mundo, y entender ese algo, o al menos pronosticarlo, requiere revolución contenida, serenísima. En su particular proyecto de plantear un libro de poemas sobre la confianza vuelve a profundizar sobre la plenitud y el entusiasmo, sobre la emoción y la belleza, escalones que llevan a la tan anhelada confianza, por lo que el [glorioso] sujeto poético vuelve a proyectarse sobre algún colega de aquel joven mecánico que comía golosinas en el poema Mec de Esto es mi cuerpo (1997), y que ahora participa en un Reality; o ese Stripper vestido al que se le vislumbra o, como mínimo, se le espera en el soberbio poema Dios quiere que esta noche haya amor para todos; o el Bollycao boy que ahora, muy confiado, casi con la alegría envidiable de la juventud sin conciencia que clamaba Cernuda, muerde una manzana de un imaginado verde que deslumbra al lector; gira por supuesto sobre la poesía griega para desorientarla y negarle que la barba sea el final de la edad de deseo del mancebo: "Afortunado el hombre que despierta / junto a un treintañero con la barba de oro".

Horacio hablaba de diez años como tiempo prudencial entre un libro y otro, ocho apuntaba Eugenio Montale, y es justo el tiempo que ha pasado entre aquel celebrado Eros es más y este Confiado. Antes reunió sus poemas de tema deportivo en Decatletas (2012), "felices los flexibles", ya saben, y su poesía reunida en Del lado del amor (2010) que no tuvo más que recuperación del pasado sin atender al posible impacto en el futuro; no supuso, felizmente, un giro radical a su poética, no significó ese punto de inflexión de los que suelen tener todo dicho, aunque sí de los que quizás ya han dicho lo fundamental, lo necesario, y en el caso del autor, por qué no, lo urgente. Porque el amor es la urgencia más razonable: "Animal en contacto, soy poeta".

Confiado ahonda en la genialidad cotidiana de lo sencillo donde el poeta exhibe, a través de un canto luminoso, su incomodidad con el modus vivendi actual, con nuestro reino de la repercusión, la rentabilidad y las cantidades, sin, eso sí, dejar de atender a sus bondades: "Soy un hombre en creciente desacuerdo / con su época". Rinde tributo a los que huyen de la inercia electrónica, de los likes como consenso banal ("Net / para ellos es malla / que detiene la plata de los peces"), a los que no van por el camino fácil, a los que salen a cuerpo gentil, a los que van a la buena de Dios; a los que como él no tienen más meta que lo concreto, no tienen más bien que lo posible: "Confiarnos / al aire, por ejemplo, cuando sopla, / al agua cuando corre por el sauce. / Sonreír o silbar mientras formemos parte de esto". Libro humilde y paciente (de preciosismo valiente, priapeo, casi vegetal) como el alma enamorada que evocaba San Juan de la Cruz, que gira en torno a la experiencia amorosa, la misma que definía la poesía como entretenimiento, juego: "Media hora de snorkel equivale / a la inmortalidad".

"Necesito pensar en algo simple", señala el poeta, y desde ahí, desde esa simplicidad palpitante nos lleva a la más alta poesía de ahora mismo quien ha confiado -sin irse muy lejos, sin pretender demasiado- toda su aventura al lenguaje. Así de fácil nos viene diciendo cosas que pocas veces hemos oído.

Paseos por Berlín

Franz Hessel. Trad. Manolo Laguillo. Errata Naturae. Madrid, 2015. 288 páginas. 19,50 euros

Hay un obvio paralelismo entre esta obra de Hessel y el ensayismo de su amigo Walter Benjamin. Pero no sólo en cuanto concierne al flâneur, al paseante ocioso de la gran urbe, que ya ha sido consignado en su ensayo sobre Baudelaire y que está en el origen de su grande y enigmática obra de los Pasajes. La proximidad ideológica, la cercanía estética entre ambos escritores, quizá se revele de modo más preciso en La obra de arte en la época de su reproducción mecánica. Ahí Benjamin señala que, mientras el cine es un arte de disfrute masivo, anónimo, mancomunado, el arte del siglo XIX, los museos parisinos donde el diletantti observaba en profunda soledad las piezas artísticas, propicia un disfrute impar, y en cierta manera excluyente. Pues bien, el Berlin acopiado aquí por Hessel es un Berlín hecho para el disfrute. No un Berlín monumental, no un Berlín pintoresco y erudito, sino la ciudad moderna y fluctuante, silueteada por las luces de neón, que trasnocha en el cabaret, se remansa en las cervecerías y vivaquea en los parques.

Hay pues, una enorme diferencia, un sutil giro humano, entre el flâneur que representa Hessel en esta excepcional guía de un Berlín ya inexistente (la Segunda Guerra Mundial no dejó apenas rastro de la ciudad neoclásica ideada por Schinkel); hay un deslizamiento, digo, entre el flâneur parisino que Baudelaire poetiza en sus Pequeños poemas en prosa y este observador errático, de mirada penetrante, que ha fabulado Hessel, medio siglo después, en los Paseos por Berlín. Mientras que Baudelaire presta atención al tipo humano, al oficio pintoresco, a la marginalidad viciada, cruel o mendicante; mientras que Baudelaire observa y enjuicia al individuo, trascendido en categoría urbana, en Hessel estas tipologías, cercanas a la bohemia y el lumpen, se disuelven en una mirada optimista, estratificada y masiva. Ya no se trata, pues, como en el XIX de Stendhal y Bertrand, de acudir a la estampa historicista y la ruina venerable; y tampoco, como en Baudelaire y Rimbaud, de una lírica del desvalimiento. La soledad del flâneur que postula Hessel, el anonimato febril que se articula en sus páginas, es de diverso orden a aquél que proponía, entre la crueldad y el tedio, el alto magisterio baudeleriano. Se trata, más sencillamente, de inmiscuirse en las masas que copan la ciudad y el siglo; pero de inmiscuirse festivamente, celebrando el logro técnico, el nervio de los automóviles, la épica de los aviones y la alegre eficiencia de las operarias que trabajan en Siemens.

Digamos que en Hessel -y en Benjamin, no lo olvidemos- la ciudad y el hombre se corresponden en una dulce y frenética simbiosis. Una simbiosis, por otra parte, muy presente en la iconografía vanguardista, y que llegaría a su fin con los primeros heraldos de la guerra. Así pues, si en el Londres de Dickens y De Quincey, si en el París de Verlaine y Víctor Hugo, la ciudad es una extensión inhóspita y desmesurada, este Berlín de Hessel es una suerte de modesto Paraíso donde lo humano, donde su posibilidad, es hijo de la técnica y el orden; es hijo de la electricidad, la arquitectura y el comercio. En ese cruce de grandes almacenes y cafés nocturnos, es donde el hombre ha adquirido una libertad urgente e indiferenciada que lo encamina a los parques, a los cines, a los teatros, y en suma, a una civilidad cordial, flexible y mesurada.

Este orgullo por el conocimiento humano, en cualquier caso, implica necesariamente la visión histórica. Cuando Hessel pasee por Berlín, no será sólo el Berlín actual quien acuda a la imaginación del flâneur. Será el vasto precipitado histórico el que se sustancie en una porcelana, en un viejo figón, en óleos y huecograbados por donde se deslíe y se filtra el aroma de otra hora del mundo. Si hemos de leer históricamente a Hessel -y ésa es, al cabo, nuestra labor-, se percibe con claridad aquel error de Benjamin, extensible a toda la superficie de su siglo: la frágil hermandad entre el hombre y la técnica, que entonces pareció posible. Las fábricas eficientes, el brillo intacto de las máquinas, no fueron sino el preludio de una iniquidad mayúscula. Una iniquidad que, inadvertidamente, dormía en el vientre de la bienaventuranza glosada aquí por Hessel. En cierto modo, en estos dulces, morosos, inquisitivos, Paseos por Berlín, se encierra un presagio de nuestra hora y su imposibilidad científica.

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