Cultura

A cuento de la Gran GuerraPoder y placer del vicio solitario

  • La grafóloga Matilde Ras publicó en 1915 un curioso conjunto de relatos sobre el conflicto bélico que ahora recupera la editorial Espuela de Platal Las fotos de Kertész sobre la lectura sorprenden por su falta de énfasis

Resulta insólito que una mujer de oficio grafóloga, escritora en la sombra y periodista -olvidadísima durante largos años-, concibiera en pleno 1915 un libro de cuentos sobre la Primera Guerra Mundial. Matilde Ras (Tarragona, 1881-Madrid, 1969) tuvo como precedentes a Carmen de Burgos (cubrió como reportera en 1909 la guerra de África) y Sofía Casanova, conocedora de visu de lo acontecido en las dos guerras mundiales. Como recuerda Ángel Viñas en su prólogo, no hay que olvidar el influjo que sobre todas ellas pudo ejercer Concepción Arenal, antaño corresponsal de la hoy por hoy muy viejuna tercera guerra carlista.

Asimismo, como reporteros o bien como impertinentes observadores, los Valle-Inclán, Blasco Ibáñez, Agustí Calvet Gaziel o el más preterido Juan Pujol escribieron brillantes crónicas sobre la tremenda casquería que asolaba a Europa. Pero, de entre ellos, sólo Blasco y Pujol usarían su material reporteril para reconvertirlo en relatos literarios.

Por eso sorprende tanto este libro de Matilde Ras. Sorprende por la condición femenina de su hacedora. Sorprende también por estar publicado en fecha tan precoz para el conflicto: 1915. Y sorprende por el enfoque personalísimo con el que están escritos los cuentos. Salvo los diálogos alegóricos o simbólicos que aquí se recogen, casi todos los relatos se centran en personajes que podrían pasar tal vez por triviales o menudos. Pero es el envoltorio de las historias, el paisanaje por el que se adentra el nublor de la guerra (ya grave, ya catártica o aleccionadora), lo que las hace sugerentes al lector. Aparte añadimos la exquisitez del castellano que se emplea, de un resabio felizmente antañón.

En Matilde Ras su dedicación a la grafología (ciencia que estudia la personalidad a través de la escritura manuscrita) difuminó su obra literaria. Consiguió no obstante dar a las prensas sus dos primeras novelas: Donde se bifurca el sendero (1913) y Quimerania (1918). El pasado año se publicó una antología de sus textos titulada El camino es nuestro y ahora se lanza el curiosísimo volumen que nos ocupa.

El año intermedio de 1915 no es baladí. Mientras la autora concibe sus historias la Gran Guerra continúa aplicando su yunque. En marzo, en el ejército francés, tienen lugar los sucesos de Sovain (los mismos que inspirarían la película Senderos de gloria de Kubrick). En abril de 1915 los alemanes emplean cilindros de gas asfixiante contra los rusos en el frente oriental de Galitzia. También en abril se producen los fallidos desembarcos aliados en Galípoli contra los turcos. A fines de mes Italia entra en guerra contra Austria-Hungría y se inician las terribles batallas del Isonzo. Entre el 25 y el 28 de septiembre tiene lugar en Loos el desastre del ataque británico con gases vesificantes (mueren un hijo de Rudyard Kipling, el poeta Charles Soray, mientras Robert Graves sobrevive a la pestífera experiencia y lo contará luego en Adiós a todo eso).

En mitad de aquella barbarie, de la trepidación que estremece al mundo, otras crónicas nos cuentan que en 1915 el ejército francés ¡usa calcetines por vez primera! O que Tolkien se licencia en el Exeter College de Oxford en Lengua Inglesa con matrícula de honor e ingresa a filas. O que Virginia Woolf publica su primera novela Fin de viaje mientras su marido es declarado inepto para el ejército por un incontrolable temblor de manos. O que Henry James se nacionaliza británico en protesta por la neutralidad de Estados Unidos (sufrirá un derrame cerebral en diciembre y morirá en 1916). O que, en fin, Albert Einstein formula su ley de la gravedad.

Matilde Ras, pese a adscribirse al novecentismo de Eugenio d'Ors, quien anuncia el óbito del romanticismo, sigue perseverando en la veta romántica (léase La tumba solitaria). Casi todas las piezas están ambientadas en el frente francés (de hecho la autora confiesa que están "inspirados en la desgracia y en el heroísmo de Francia"). Nos gusta en especial el cuento Rivalidad, inspirado en dos jóvenes de la Provenza, rivales en su pueblo natal, y a quienes la experiencia en las trincheras los hace amigos y tullidos de por vida. En El hombre más afortunado del mundo sentimos ternura por el tipógrafo Rousset, cuya bonhomía no salta hecha trizas aun cuando también regresa del frente sin una pierna. De entre los diálogos alegóricos señalamos -sólo por citar uno- el Diálogo fantástico entre Aquiles y Patroclo (éste último le hace ver a Aquiles que la Gran Guerra, técnica y brutal, nada tiene que ver con la cólera y la lucha apolínea que lo llevó la guerra de Troya). Toda una sorpresa este libro.

Dejando aparte las figuraciones eruditas o devocionales, la iconografía de la lectura ha estado asociada a obras de pintores como Boucher, Fragonard o Fantin-Latour que recrearon ámbitos privados, desde una perspectiva reveladora de los usos de la burguesía o la aristocracia. Frente a esta visión un tanto delicuescente, la mirada contemporánea aportó enfoques que escapaban al marco doméstico y entre ellos destaca el del fotógrafo André Kertéz, hijo de librero e interesado desde sus inicios por el sortilegio de la letra impresa. Célebre por sus desnudos distorsionados, el autor húngaro podría considerarse como un precursor del fotoensayo en tanto que artífice de series temáticas que no se limitan a mostrar, sino que elaboran, a partir de materiales insólitos, un discurso visual de evidente carga reflexiva.

Las imágenes que conforman On Reading (1971), el ya clásico trabajo de Kertész sobre la lectura, abarcan más de medio siglo (1915-1970) y los lugares que definen su biografía itinerante: Hungría, París y Nueva York, a los que se suman otros relacionados con sus viajes como fotoperiodista. Las enseñanzas del oficio, unidas al influjo de las vanguardias, marcan, como afirma Alberto Manguel, el trabajo de un artista que del mismo modo que sus colegas y compatriotas Brassaï o Robert Capa emigró a Francia en los años veinte, donde empezaría a labrarse, antes del segundo exilio a los Estados Unidos, su prestigio internacional. Aparecido al final de una trayectoria tan dilatada como fecunda, Leer celebra -en palabras del custodio del legado de Kertész, Robert Gurbo- "el poder y el placer" de este otro vicio solitario.

Para el espectador no especialista, lo más llamativo de la colección es su falta de énfasis, muy alejada del manierismo -de las poses o los posados- de los modelos tradicionales. La foto más antigua, que retrata a tres niños desharrapados, es del tiempo de la Gran Guerra, en la que Kertész participó como soldado. Las más recientes muestran a estudiantes en Washington Square o retratos, muy característicos, de lectores anónimos en las azoteas de Greenwich Village. Son personajes nada prestigiosos y de hecho muchos de ellos leen no libros sino periódicos. Hay algunos retratos de interiores, como el espléndido de carnaval que ilustra la cubierta, los tomados en conventos o bibliotecas o el no menos maravilloso de la anciana en el hospicio, pero la mayoría de ellos está localizada al aire libre, en parques o terrazas, en balcones o calles vacías o atestadas, como si el autor quisiera confrontar los escenarios públicos con lo que la lectura tiene de acto íntimo. Libres de veleidades esteticistas, las instantáneas de Kertész tienen el halo entre misterioso y cotidiano de la gran poesía.

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