Cultura

Con el corazón en un puño

Buceando en el horror, atraído no sé por qué oscuro imperativo hacia los abismos de la crueldad, la desolación y el sufrimiento, Eastwood toca de momento fondo al recrear sobria, seca y vigorosamente una tragedia real que afecta a lo más oscuro y temido: la desaparición de un hijo (primera parte), la angustiosa restitución de un niño que no es el hijo perdido (segunda parte) y la existencia en la realidad de ogros humanos que vagan por caminos y ciudades en busca de niños (tercera parte). Las tres partes se van superponiendo en un crescendo pausado pero inmisericorde de la angustia y el dolor; hasta trenzarse sobre un paisaje de corrupción policial y psiquiátrica que hace aún más hiriente esta historia sobrecogedora y desgraciadamente real.

El escándalo supremo del sufrimiento de los niños es un tema fundamental en el Eastwood maduro. Sobre toda Sin perdón pesa la presencia/ausencia de los hijos que el pistolero deja solos en la granja para matar por última vez y así salvarlos de la miseria. En Un mundo perfecto un niño logra humanizar al delincuente que lo rapta. En Mystic River la profanación de la inocencia de un niño es la clave de la tragedia. En Million Dollar Baby un fracasado entrenador, que escribe cartas nunca contestadas a una hija perdida, encuentra -para perderla después de la forma más cruel- una hija en la joven boxeadora. El intercambio parece brotar del horror helado de Mystic River para extremarlo, convirtiendo lo que en aquella era un punto de partida: el niño en manos del ogro, en el núcleo de una historia que además se centra de forma absoluta en la indefensión del inocente y el dolor de la madre.

Angelina Jolie interpreta con genio a la madre, sostenida por unos secundarios igualmente magistrales de entre los que destaca un John Malkovich inusualmente contenido. Eastwood dirige con serena maestría esta inmersión en el horror a través de una mirada escandalizada y dolorida que no se recrea morbosamente en lo atroz ni incurre en sentimentalismos, haciendo sentir al espectador todo el peso del dolor que aflige a sus personajes (plano del niño aplastado por la culpa y el dolor al borde de la fosa, encuentro entre la madre y el ogro), como si estuviera urgido por una solidaridad humana y una compasión cada vez más raramente presentes en el cine.

Estos méritos éticos que singularizan su obra, parcialmente desde El fuera de la ley y de forma total desde Bird, como una de las más sinceras y personales del cine norteamericano del último cuarto de siglo, hallan una magistral translación dramática en un férreo guión de J. Michael Straczynski que Eastwood hace suyo a través de una puesta en imagen severa, una fluidez narrativa que hace cortas las más de dos horas de metraje y un tratamiento de los personajes que los presenta en la verdad de sus emociones. Así la ética se hace estética, estableciéndose esa correspondencia entre lo que se dice y la forma en que se dice que es la marca del genio cinematográfico. Un uso magistral del montaje añade una tensión y un suspense nacidos de la incertidumbre sobre el resultado final de esta lucha entre el bien (lo justo y lo bondadoso) y el mal (la corrupción institucional y la maldad personal) que se enfrentan con ferocidad desde el arranque hasta el final de esta película que se ve con el corazón en un puño.

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