Cultura

La cabra y el hechizo

  • Aseguran proceder de una remota aldea llamada Korpilombolo y prácticar el vudú. Quién sabe: lo único constatable en Goat es la excelencia de su álbum de debut

Vaya, se montó el pollo; o siendo más exacto, la cabra. Nuestro cáprido, en concreto, llega desde el norte de Suecia y se presupone -en referencia a tan singular banda, casi todo se presupone- que su hábitat apenas abarca el área Korpilombolo, una pequeña aldea de poco más de 500 habitantes ubicada en el municipio de Pajala, cerca ya de la frontera finlandesa.

Pero lo mejor viene ahora: los enmascarados integrantes de Goat, nombre nada gratuito atendiendo al símbolo pagano que dicho animal encarna, aseguran que en su ignota localidad arraigaron hace siglos los ritos vudú, que ellos mismos practican como la tradición manda.

En la puesta en escena de Goat, ajustada con imaginativa precisión a su música, la máscara no se limita pues a ocultar la identidad real de los integrantes -núcleo duro de tres más dos colaboradores habituales; hasta siete sobre las tablas-, sino que se extiende por un todo conceptual en torno al grupo para crear otra distinta, delirante hasta el borde de la mascarada pero simpáticamente efectiva en su complicidad.

Ni el anonimato -entre The Residents y Kiss hay una infranqueable distancia- ni la recurrente asimilación pop de las mitologías clásicas o los avances científicos son novedades en la historia del rock, llena de freaks entrañables, e inteligentes bienhumorados, que aseguraron haber llegado desde aquel otro planeta o alternar con el diablo al menos una vez por semana.

Sin embargo, la iconografía simbolista de Goat va un poco más allá y traslada al plano sonoro con contundente y sorprendente acierto tanto referencias a esoterismos de resonancia primitiva -África es el pulso que modula de forma inequívoca canciones como Let It Bleed, Golden Dawn o Goatman- como a otras hechicerías más recientes -el black-metal escandinavo, entregado a las deidades vikingas y enfrascado en el, digamos, lado más oscuro del más allá-.

En definitiva, magias del mundo, parafraseando y, al tiempo, explicando el título de un álbum que, en su vehemencia, parece querer recordarnos la ancestral conexión entre la música y lo inexplicable; entre el miedo y el exorcismo que pretende ahuyentarlo.

¿Argumenta esta suerte de arcano lazo la monumental acogida que World Music, candidato por aclamación crítica y fascinación melómana a disco destacado del año, viene recibiendo desde su lanzamiento, apenas precedido por un sencillo y una cassette?

Obviamente, no. No hay que ir a buscar las razones a ningún más allá. Más allá de lo que suena, claro, en esta muy agitada mezcla de afrobeat, hard-rock, folclore nórdico, post-rock, funk, algo de kraut, doom-metal, protopunk y blues-rock, un monumental mejunje que deviene en psicodelia chunga, ponzoñosa, pantanosa, narcótica.

Con la excepción de dos instrumentales colosales -el inicial Diarabi y el postrero Det Som Aldrig Förändras/Diarabi, tan robustos como hipnóticos-, sirve la pócima una vocalista cuya garganta parece poseída por el furibundo espíritu de una Grace Slick en pleno ataque de histeria, fiera y con el punto preciso de violencia para sacudir la escucha en cada entrada -el musculoso y amedrentador aire blues de Run To Your Mama o al canto tribal de Disco Fever son dos de sus momentos, definitivamente, estelares-.

Con tan eficaz fórmula, no del todo libre de toda sospecha de revisionismo, pero tan vivo e indómito que la desborda y sobrepasa, World Music, en efecto, se sitúa al menos como uno de los títulos ineludibles en lo que llevamos de 2012: si lo escucha, es probable que la maldición lo alcance.

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