Cultura

La 'baraka' de Malik

  • Una edición para coleccionistas con un DVD de extras lleva al mercado 'Un profeta', el premiado filme de Audiard

En Un profeta de Jacques Audiard todo es cárcel. Antes, en el cine europeo, casi nunca ocurría así, y siempre importaba la cesura entre el dentro y el fuera: era el complicado camino hacia la luz de Un condenado a muerte se ha escapado (1956) de Bresson; era el marcado pasaje entre los géneros -el melodrama carcelario (para el enclaustramiento) y el cine negro (en los exteriores)- de El criminal (1960) de Joseph Losey; el obstáculo a derribar por la colectividad de humanos en La evasión (1960) de Jacques Becker, o el muro a saltar para llevar a cabo la más necesaria de las huidas, desde las sombras alargadas, para mejor morir donde y como lo hacen los hombres auténticos, en Hasta el último aliento (1966) de Jean-Pierre Melville, quien siempre se quitó el sombrero ante los padres Bresson y Becker. Audiard, hombre de género y buen conocedor de la historia del cine, saca provecho de este legado fílmico, desde el propio título, que, aunque en menor medida que el de Bresson, ya marca un camino de ascensión para quien comienza de paria absoluto, limitando en cierta medida el suspense narrativo de la película, hasta la inversión en actores con una determinante presencia física, como tan bien hicieran Becker y Melville, que hablen con el cuerpo, para ahorrar así en palabras o en imágenes que parecen palabras. Pero aquí, si bien parece lo contrario, no hay tanta diferencia entre el dentro y el fuera, lo que relacionaría Un profeta con el cine norteamericano, desde su clasicismo primero a sus más famosas vetas moderno-manieristas (Coppola, Scorsese), y desde la cárcel puede poseerse la ciudad que se extiende más allá de sus altas tapias. Asimismo, también existe la cruz: cuando uno camina ya libre, cuando las profecías del hombre de la baraka se han cumplido contra todo pronóstico, el séquito que le sigue es sin duda más amenazante que protector.

Un profeta sigue el duro aprendizaje de Malik El Djebena (Tahar Rahim), que entra en prisión de musulmán -con las implicaciones de apestado y desahuciado que el término tuvo en los campos de exterminio, como recogió el filósofo Giorgio Agamben-, para pasar a ser corso -al convertirse, manchadas las manos de sangre, en el esclavo de la mafia dominante en la cárcel- y, finalmente, devenir en árabe, cuando el adiestramiento haya llegado a su fin y la suerte haga acto de presencia al ser convocada desde la astucia maquiavélica. Su ir y venir, esa refriega horizontal con periódicas palizas, la sigue Audiard de cerca, la cámara al hombro normalmente, respirando junto al personaje, pero respetando siempre la distancia, sin achicar el espacio al espectáculo corporal, que en Un profeta, como en todo cine que se precie, es receptáculo del tiempo pasado y la experiencia ganada. La distancia, además, se alarga a través de secuencias imaginarias y esas micro-rupturas, bellas bagatelas escópicas muy del gusto de Audiard, que nos recuerdan que la ilusión de movimiento y la alucinación de vida que produce el cine son eso, fantasmas que juguetean en los umbrales de nuestra engañada percepción.

La película de Audiard no sería casi nada sin César Luciani, es decir, Niels Arestrup, un actor de una puesta en escena sobrecogedora, encarnación del peso de la gravedad y el aburrimiento, que descubre en Malik la chispa de inteligencia que no tienen sus compatriotas, pero al que sólo es capaz de ver como herramienta, cegado por unos prejuicios que le han hecho olvidar que en la cárcel es preciso esforzarse para pensar.

Director Jacques Audiard. Con Tahar Rahim, Niels Arestrup, Salem Kali, Alaa Oumouzoune, Reda Kateb, Jean-Philippe Ricci. Cameo.

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