literatura

Un ángel que perdió su rumbo

En una carta a su agente literario fechada el 28 de febrero de 1968, nada más poner punto final a Gestarescala (Cátedra), Philip K. Dick se mostraba aceptablemente satisfecho de esta nueva obra: "Creo que la novela me ha salido bastante bien. Si [la editorial] Berkeley no la quiere, estoy seguro que Doubleday se la quedará", decía. Apenas dos años después, en una misiva dirigida esta vez a Sandra Miesel, su juicio había cambiado de una manera drástica: "Es menor, muy menor. De hecho desearía no haberla escrito". El autor mantuvo esta actitud negativa hasta prácticamente el final de sus días. No obstante, en una entrevista concedida a Gregg Rickman en 1982, poco antes de morir, Dick había vuelto al cabo de la calle: "Me gusta ese libro", sentenció, olvidándose de los juicios previos.

A los lectores de Dick no nos sorprende esta deriva, esta zozobra, este enroque continuo; si hubiera vivido otros veinte años, pongo la mano en el fuego, habría cambiado de opinión media docena de veces más. Así fue, así era Philip K. Dick, un autor impredecible, inclasificable, a su modo, inverosímil.

Gestarescala es una propuesta "bizarra" según las dos acepciones con que se usa el término en nuestro idioma, una novela valiente y extravagante, absorbente y descompensada. En manos de Dick, la ciencia ficción es un medio, no un fin; el género es un molde flexible, no una lista de ingredientes fijos, y Gestarescala es buena prueba de ello. La trama futurista deviene un bastidor en el cual entreteje largas disquisiciones sobre el ser y el mundo, semejantes a las peroratas pseudo-filosóficas de alguien muy leído que se apoya muy fumado en la barra del bar. La crítica ha recurrido a la obra de Carl Jung, considerado una influencia decisiva por el propio Dick, para desenredar la madeja simbólica de Gestarescala, pero a uno lo asalta la sospecha de que el novelista usó estos referentes de una forma asimismo "bizarra", con desparpajo, y con mejores intenciones que acierto.

Dick coloca un pensamiento en la mente de su protagonista que podríamos aplicársela a él como narrador: "Un hombre es un ángel que perdió su rumbo. […] Hubo un tiempo en que los hombres, todos ellos, fueron verdaderos ángeles, y entonces tenían la oportunidad de elegir entre el bien y el mal, con lo que era fácil ser un ángel. Y luego pasó algo". En Gestarescala, Dick avanza batiendo unas poderosas alas sin una meta definida, pero algo pasa, y pierde el rumbo.

El protagonista, de nombre Joe Fernwrigth, es el antihéroe característico de las ficciones dickianas, un patán de buen corazón -en palabras de Julián Díez, responsable de esta magnífica edición- "con una propensión natural a cometer errores por falta de perspectiva". Fernwrigth es un alfarero -un "restaurador de cerámicas"- en una situación de desempleo de larga duración; el gobierno le da un subsidio diario que le permite ir tirando y él ocupa las horas enganchado a una red -que hoy identificaríamos como una forma primitiva de Internet- resolviendo absurdos juegos de palabras.

Cierto día le llega una oferta que no puede rechazar y que, de hecho, no rechaza: la restauración de una gigantesca catedral hundida en el océano de un planeta lejano que un tal Glimmung se ha propuesto reflotar. (Glimmung es, sin duda, el hallazgo más intrigante de esta novela: una deidad cuasi omnipotente, cuasi omnisciente y cuasi ubicua, que puede vivir miles de años, pero no es inmortal). Todos estos hilos narrativos -el viaje a otro planeta, la empresa titánica de sacar a la superficie el templo- no tardan en pasar a segundo plano para ceder espacio a una torrentera de ideas sobre la voluntad y el destino, el azar y la necesidad, que despiertan nuestro apetito, pero no lo satisfacen. Dick estaba en lo cierto cuando decía que Gestarescala era una buena novela; también cuando reconocía que mejor habría sido no haberla escrito.

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