Cultura

Vindicación de Robespierre

  • La nueva novela de Javier García Sánchez traza un monumental fresco del París revolucionario donde se confronta la trayectoria real del político jacobino con su persistente leyenda negra

Javier García Sánchez. Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores. Barcelona, 2012. 1.200 páginas. 27,90 euros

Ha sido considerado el símbolo del Terror por excelencia, el iniciador de una estirpe maldita de justicieros implacables, el artífice de las ejecuciones masivas e indiscriminadas en los peores días de la Revolución, cuando la guillotina no daba abasto y el impulso liberador de los jacobinos había degenerado en una orgía de sangre. Tristemente actualizada con el auge de los regímenes totalitarios del siglo XX -que abogaron igualmente por la eliminación física de los enemigos, aunque ni las magnitudes ni los métodos sean comparables-, la figura de Maximilien Robespierre también suele ejemplificar el destino reservado a los ejecutores de las políticas represivas, de acuerdo con la sentencia que sostiene -como demostraron las purgas en el país de los soviets- que las revoluciones acaban devorando a sus propios hijos. Frente a esa imagen demoniaca, difundida hasta la caricatura por los círculos legitimistas o reaccionarios y asumida a grandes rasgos por historiadores y biógrafos, la nueva novela de Javier García Sánchez presenta al ciudadano Robespierre no como emblema del despotismo en su versión más violenta y arbitraria, sino como precursor de la democracia moderna.

Dividida en doce capítulos titulados con los hermosos nombres de los meses en el efímero calendario de la Revolución, la novela abarca el año del Terror entre 1793 (Vendimiario) y 1794 (Fructidor), desde poco después de la elección de Robespierre como miembro principal del Comité de Salud Pública hasta su caída en desgracia e inmediata ejecución, con la que de hecho culmina el periodo más sangriento en la trayectoria del Tribunal Revolucionario, aunque conviene recordar que durante la llamada Reacción Termidoriana se produjeron cientos de ejecuciones decretadas por el propio Tribunal o las agrupaciones monárquicas (el llamado Terror Blanco). García Sánchez recrea de modo minucioso y espectacular la efervescencia del París revolucionario, dando entrada en su relato a todos los personajes que tuvieron alguna participación -en particular Robespierre y su aliado Saint-Just, los líderes del partido jacobino, pero también muchos otros cuyo papel se describe con todo detalle- en aquellos días terribles que han quedado marcados a fuego en la conciencia contemporánea.

El hilo conductor lo aporta un personaje de ficción, el joven Sebastien, que vivió directamente los hechos por su trabajo en el despacho del ministro Lindet y años después los consigna en unas memorias, aunque no es él mismo sino el autor el que asume la voz narradora. Llama la atención la variedad de registros que conviven en la novela, un fresco monumental que alterna la dimensión épica, las descripciones concienzudas, los pasajes líricos y los discursivos, con no escasas reflexiones cercanas al ensayismo. La propuesta exige un esfuerzo, dada la formidable extensión del conjunto y la ausencia de diálogos que aligeren la trama, pero García Sánchez ha cuidado el estilo y su relato, aunque denso, reconcentrado y en ocasiones especulativo -en otras muestra gran viveza-, tiene la fuerza y el interés suficientes para mantener la atención del lector, al que se le explican muchas cosas importantes. Para García Sánchez, Robespierre representa el ascenso desde la nada -cuando llegó a París era un abogado de provincias aquejado de timidez excesiva- hasta la cumbre del primer poder que se propuso llevar a la práctica los principios radicales de la democracia. No fue el instigador del Terror, sino una de sus víctimas. No promovió el empleo de la violencia, de la que no era partidario. Denunció los excesos de la Revolución y fue desplazado por quienes no creía en ella. El Incorruptible, el admirador de Rousseau, el defensor de la Virtud a ultranza estaba obsesionado por la higiene, por la integridad personal o por el bien común, pero no era ningún monstruo y buena parte de su ideario ha tomado forma o sigue vigente en nuestro tiempo.

El trabajo de documentación de García Sánchez es ciertamente admirable, de un rigor poco habitual en la mayoría de las novelas históricas publicadas en los últimos años, que han puesto de moda el género al mismo tiempo que lo devaluaban hasta hacerlo sospechoso, al reducirlo a una fórmula de consumo. Pero Robespierre es también, como se deduce del extenso y argumentado Post Scriptum -donde se cuenta, entre otras cosas, el largo proceso de gestación de la obra-, una novela de tesis que defiende una visión general de los hechos desde una perspectiva menos historiográfica que política, si cabe expresarlo de este modo. A juicio de García Sánchez, con la ejecución de Robespierre el 10 de Termidor del año II de la nueva era (el 28 de julio de 1794), la Revolución toma un rumbo conservador que prefigura el Directorio y en última instancia el abandono de las aspiraciones de igualdad en favor del orden, opción que precisaba de la demonización de los jacobinos y en particular de su máximo representante. Es un juicio político pero también moral, puesto que el autor propone la rehabilitación de un hombre acusado ya por sus contemporáneos -y desde luego por la posteridad, hasta hoy mismo- de los mayores desmanes. Cabe suponer que no todos los lectores estarán de acuerdo con su tesis, de expresa filiación izquierdista, pero en todo caso debe ser reconocido -y disfrutado- el descomunal esfuerzo invertido en un libro que no tiene precedentes entre nosotros y representa una verdadera contribución a la materia.

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