Cultura

Tom Waits: música y mitología

  • 'La coz cantante' recorre la vida de uno de los autores más fascinantes de las últimas décadas, creador de un universo tierno y áspero donde resuenan latidos primitivos

¿Qué es alguien cuando es algo más que una estrella? Tom Waits cruzó hace años esta extrañísima frontera y desde entonces flota por encima de las reseñas de sus discos, ejerciendo de artista de la vida, de género en sí mismo, de tahur impenetrable. Decenas de periodistas han intentado en las últimas décadas enlazar su intimidad y su obra, pero él lleva años resistiéndose, terco como una mula. "Tenemos derecho a saber", murmura con siniestra agresividad en What's he building, una canción donde pone voz a un cotilla de barrio que merodea alrededor de la casa de un intrigante vecino.

El crítico británico Barney Hoskyns, firma habitual de Mojo, Uncut o The Observer, ha sido el último fisgón en sucumbir a la irresistible tentación de explorar "el espacio entre la máscara y la emoción" en la trayectoria de uno de los músicos más fascinantes de las últimas décadas; su interesante fracaso puede leerse en Tom Waits: La coz cantante. Biografía en dos actos (Global Ryhthm). Del libro no se extrae mucha más información que, por ejemplo, la reunida por Mac Montandon en Tom Waits. Conversaciones, entrevistas y opiniones, un volumen publicado hace tres años en la misma editorial y en el que el artista habla de todas las cuestiones en las que pretende escarbar Hoskyns, pero codificadas en sus inimitables parábolas.

Una vez en faena, Hoskyns no tardó en toparse con la "censura encubierta" de Waits y su esposa y colaboradora, Kathleen Brennan. Amigos del músico como Elvis Costello o Keith Richards accedieron a ser entrevistados para luego rehusar con enigmáticas palabras. Otros, como Jim Jarmusch, John Lurie o Rickie Lee Jones, mujer del abismo y su mítica ex novia oficial, están, pero en testimonios de archivo. Tan sólo quisieron hablar con el biógrafo algunos expulsados del círculo personal del autor, voces lógicamente sesgadas, como las del sin par manager Herb Cohen o el productor Bones Howe, ambos ligados a (confinados en) la primera etapa del músico, en la que los directivos de su discográfica, profundamente desorientados, trataban siempre en vano de presentarlo al mundo como algo parecido a una réplica de la Costa Oeste al rock obrero del joven Bruce Springsteen.

Era de esperar el levantamiento de tal muro por parte de un hombre al que le gusta creer en "el misterio de las cosas" y al que le irrita verse atrapado en el papel de superviviente de la mala vida o, peor aún, reducido a la suma de sus experiencias. "A la gente no le importa si estás contando la verdad o no, sólo quieren que les digan algo que no sepan. Hazme reír o hazme llorar, da igual. Si estás viendo una película muy mala y alguien te dice: ésta es una historia real, ¿hace eso que la película sea mejor? La verdad es que no", estalló una vez cuando insistieron en arrebatarle el parapeto de surrealismo y destreza verbal tras el que se oculta en público.

Waits nació en 1949 en un suburbio de clase media de Los Ángeles de un vividor alcohólico y una madre hacendosa y de misa inexcusable. Fue un niño-viejo: a los nueve años se compró un bastón, espiaba maravillado las conversaciones de los mayores, escuchaba "arrodillado" los vinilos de Ray Charles. Con los años llegaría el huracán Dylan, la atracción por Kerouac y Ginsberg, quienes añadían "cierta mitología interesante a lo ordinario" y le inculcaron su curiosidad por las "minucias de la vida"; más tarde le iluminaron Bukowski y Burroughs. Para entonces, ya adolescente, trabajaba en la pizzería Napoleone's de San Diego, donde empezó a tratar con charlatanes, buscavidas, prostitutas, gente que apestaba a soledad, un ambiente de vocerío de bar a última hora de la jornada y un paisaje humano que poblarían el imaginario de sus discos tempranos. Waits fue, en su propia definición, un "rebelde contra los rebeldes", y en la era hippy optó por la música de sus padres: Bing Crosby y la tradición Tin Pan Alley en lugar de la arrolladora psicodelia.

La coz cantante es por encima de todo una estupenda excusa para sumergirse en la obra de un creador genial que durante la gira de Blue Valentine (1978) se dio cuenta de que le apetecía gritar, retorcer el sonido hasta sacarle puntas. Fue el principio del final de su primera etapa, de discos bonitos pero de un romanticismo convencional, como Closing time, Nighthawks at the Diner o Heartattack and vine; del agotamiento (propio) de su discurso mezcla de bohemio beat, trovador de Los Ángeles noir y seductor de cabeza gacha que cuenta chistes sobre camareras y está loco por el jazz.

Waits suele complacerse empequeñeciéndose ante su esposa, a la que incluye con deleite en las postales de felicidad hogareña y rural con las que adorna sus entrevistas. Y lo cierto es que Brennan, a la que conoció durante el rodaje de Corazonada (él componía la música, ella supervisaba el guión de la legendaria película-batacazo de Coppola) ocupa un lugar de privilegio en la particular mitología waitsiana como una suerte de versión cubista y adorable de Yoko Ono. Fue ella, al menos él siempre lo cuenta así, quien supo espolearlo a ampliar "el abismo entre lo hermoso y lo feo, lo tierno y lo abrasivo, lo melódico y lo disonante", a reflejar a través de la música "lo extraña que puede ser la vida".

Hoskyns, que se declara más partidario de los comienzos del artista y cuestiona (con sumo respeto) su actual condición de gurú intocable, paradójicamente entrega la parte más interesante de su libro deteniéndose en la fabulosa reinvención de Waits en los años 80, capturada en un tríptico grandioso, el formado por Swordfishtrombones (1983), Rain Dogs (1985) y Frank's Wild Years (1987). Estos discos marcan las coordenadas en las que ya no ha dejado de moverse. Volviendo siempre a ratos a sus accesos de delicadeza y sus baladas de saloon, Waits ha construido un universo que en sus formas más radicales parece buscar un blues más allá de toda taxonomía, una música primitivista hecha con aullidos pedregosos y cacharros reciclados, con retazos de Howlin' Wolf, el compositor experimental y vagabundo Harry Partch, sonoridades latinas, Captain Beefheart, rhythm & blues marginal de Nueva Orleans, valses enfebrecidos y, sobre todo a raíz de su amistad con el dramaturgo Robert Wilson, cabaret expresionista a la manera de Kurt Weill.

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