Cultura

Ruptura y reconstrucción del sueño americano

Marc Abraham ha demostrado un excepcional talento como productor para navegar en las desordenadas aguas de la actual producción sin perder el rumbo. Eso sí: recalando en puertos diversos, desde unas producciones de gran espectáculo (Air Force One) a otras de gran empeño (13 días), pasando por aseadas biografías (Huracán Carter) y melodramas familiares (Family Man). Salvo en procurar siempre un correcto producto final, en lo que pocas veces ha fallado, es evidente que su travesía como productor carece de línea intencional identificable. Sin embargo su nacimiento como realizador sí parece marcarse un objetivo. Asumiendo la gran tradición americana de la biografía clásica de inventores que hubieron de luchar contra la falta de confianza en sus hallazgos o contra fuertes intereses industriales (El joven Edison de Norman Taurog y Edison el hombre de Clarence Brown serían buenos ejemplos) e inspirándose claramente en obras posteriores como el Tucker de Coppola (1988), Abraham se lanza con excelentes maneras cinematográficas, buenas interpretaciones y un entusiasmo que logra impregnar de sinceridad el retrato de su héroe a contarnos la vida real de Robert Kearns (1927-2005), un profesor e ingeniero que patentó en 1964 un innovador modelo de limpiaparabrisas intermitente que los gigantes de la fabricación de automóviles primero despreciaron y después adoptaron sin reconocer los derechos de su inventor.

En su planteamiento Abraham parece haber adaptado el tema del sueño americano a la fórmula clásica de la comedia -chico encuentra chica, chico pierde chica, chico reconquista chica-, presentando primero a la felizmente americana familia Kearns en la feliz América (bienestar, confort, oportunidades para todos, éxitos recompensando esfuerzos) de los años 50 y principios de los 60. Después, cuando las grandes corporaciones revelan el rostro menos amable de las empresas, presentando la quiebra de ese sueño y la caída en una realidad que contradice todo aquello en lo que se había creído en un sentido fuerte: lo que regulaba la vida personal (ideales) y marcaba las reglas del juego social (leyes). Por fin, en la tercera parte, reconstruyendo el sueño roto a través de la tremenda (y emocionante) batalla legal que el solitario Kearns libró durante 12 años contra los gigantes automovilísticos de Detroit.

He resaltado que el entusiasmo de Abraham por el personaje real logra impregnar de sinceridad al retrato de su héroe (magnífica, honda y contenidamente interpretado por Greg Kinnear). Lo mismo sucede con su retrato de la América de los 60 y con su disección de la realidad o irrealidad del sueño que representaba y anunciaba. ¿Sólo lo anunciaba en una falsa estrategia de seducción que ocultaba el rostro más repulsivo de la rapacidad capitalista? ¿O también lo representaba, es decir, hacía social y legalmente lo posible por convertirlo en realidad, luchando contra los intereses de las grandes empresas y reconociendo el esfuerzo personal? La historia de Kearns, primero, y esta película, contándola, responden positivamente: el sueño americano también existe. Pero tiene un alto precio.

Formalmente Abraham opta por una representación serena, muy sobria, alejada de toda afectación, eficaz al involucrar emocionalmente al espectador y de extremada fidelidad visual (no sólo en decorados y vestuario: también en el lenguaje cinematográfico) a la época, el estilo, los sueños y las realidades de los Estados Unidos que su película revive con serena brillantez.

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