Crítica de Cine

Mártires del perdón

Fotograma de la cinta con Ariane Ascaride, musa del director, en el centro.

Fotograma de la cinta con Ariane Ascaride, musa del director, en el centro.

A pesar de que aún le quedan algunos partidarios entre la crítica, Robert Guédiguian se nos cayó del carro hace ya unas cuantas películas, tal vez porque él sigue ahí donde estuvo siempre (en su mejor etapa con Marius y Jeannette, De todo corazón, Marie-Jo y sus dos amores), y nosotros empezamos a ensanchar las miras y a tomar aire más allá de la deriva algo cansina y perezosa de su discurso utópico, político y celebratorio de los placeres de la vida en comunidad con cada vez menos atención al lenguaje cinematográfico.

Una historia de locos viaja en el tiempo y recupera su preocupación por las raíces armenias que ya aparecía en Le voyage en Arménie (2006), aunque ahora haga especial hincapié en el germen de la diáspora y el trágico sentimiento de destierro derivado del genocidio a manos del ejército turco durante la Primera Guerra Mundial.

Como casi siempre en su cine, todo parece más interesante y estimulante sobre el papel: se trata aquí de un drama en dos tiempos que enlaza el surgimiento de la insurgencia terrorista armenia contra Turquía (con el atentado cometido por Sogjomon Tejlirian contra Talat Pashá, cerebro del aquel exterminio, y el posterior juicio absolutorio en el Berlín de 1921, el mejor tramo del filme), y las acciones terroristas internacionales con base en Beirut que asolaron de muertos varias capitales europeas en los años setenta y ochenta.

A partir de las memorias del periodista español Juan Antonio Gurriarán, Guédiguian pone el foco en el seno de una familia de origen armenio en Francia escindida entre el hijo terrorista, los padres trabajadores y un joven víctima de uno de sus atentados, abriendo la trama en varios frentes por los que circulan las ideas del combate eterno contra la injusticia, la necesidad del terror (o el fin justifica los medios), los daños colaterales y la posibilidad del perdón, todo con un ojo puesto en la Historia (explicada a golpe de diálogo y disfraz) y otro en el seno de las tensiones familiares. El problema es la manera en que el marsellés ensambla y filma todos estos elementos, personajes, situaciones y localizaciones: una manera folletinesca, esquemática, discursiva, por momentos casi televisiva y con evidentes limitaciones de producción, que hacen de su película un constante boicot contra ella misma, su verosimilitud y sus ingenuas ideas políticas y antibelicistas.

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