Literatura

Juventud del mundo

  • El dramaturgo, editor y crítico gaditano Manuel Rosal inaugura la Colección Particular de la nueva editorial Metropolisiana con su primer libro de poemas

Toda poesía conlleva un cierto grado de artificio, pero hay autores que se proponen hasta tal punto prescindir de la retórica que se diría siguen al pie de la letra aquella famosa consigna, retorcer el cuello al cisne de la elocuencia. Esta primera entrega de Manuel Rosal nos descubre a un poeta que prescinde de todo ornato para ir directo, como quería el otro, a la cosa misma, partiendo de episodios escogidos del itinerario personal que adquieren en el discurso del poeta una dimensión reveladora. Poesía por tanto de la experiencia, con renuncia expresa de la novedad en la forma, consignada en un lenguaje fresco, sencillo, a ratos coloquial y por ello doblemente verdadero, sólo que Rosal no nos cuenta -como algunos de sus antecesores los poetas de los ochenta- sus conquistas o sus noches o sus batallas perdidas.

De una parte, pues, los versos de Oro se presentan, por así decirlo, con la cara lavada, desprovistos de galas, sin afeites sentimentales ni restos de maquillaje. De otra, la mirada de Rosal es una mirada diurna, solar, que canta la emoción pura, el esfuerzo honrado, la felicidad de los humildes. Una mirada antirromántica que celebra el orden, la serenidad de ánimo, el milagro cotidiano de la convivencia. Y su cauce natural es, por lo mismo, una poesía sustantiva que prescinde de la adjetivación suntuosa -casi de la adjetivación a secas- para darnos imágenes claras enlazadas en una sintaxis transparente. El oro del título alude al brillo que desprenden los propósitos nobles y todo lo que de bueno hay en el ser humano, pero es también el oro de las monedas, el de la energía invertida en ganarlas, el de la expectativa de tenerlas cuando no se tiene nada, y entre esos dos polos -porque el metal sólo es vil para los viles- se sitúa un discurso poético a ras de tierra, descreído -pero bien dispuesto para la fe- e indiferente respecto de las afirmaciones solemnes, pues que el hombre, parece decirnos el poeta, se muestra en la acción, en lo que hace, ve, piensa o siente más que en lo que proclama.

El contraste entre un punto de partida deliberadamente modesto -las pequeñas vivencias de un hombre cualquiera- y el hondo efecto que su realización logra en el poema, es quizá lo más destacable de Oro. En efecto, un tono casi minimalista recorre todo el libro, pero si uno lee atentamente, puede deducir los componentes de una aspiración ideal desde la que afrontar la vida y sus trabajos con buen humor, amplitud de miras y saludable pragmatismo. Por eso, la infancia feliz no es un territorio añorado sino una posesión que nos acompaña, como el eslabón perdido con el linaje de los padres y antepasados -"almas frágiles, corazones sentimentales"- que merecen -"ellos son los leales"- honra y gratitud permanentes. Los escenarios domésticos son casi siempre recreados en primera persona y desde el presente, así también los lugares del niño y los territorios electivos, que componen, estos últimos, una parte significativa del conjunto. Hay poemas sentenciosos y otros más narrativos -espléndidos La vuelta o Los viejos álamos o Me debes algo- pero en todos ellos late esa apuesta por la vida consciente que es una forma amable y risueña del practicar el moralismo. Algo más extenso, cerrando el libro y separado del resto, se presenta La isla, un poema memorable. Sobre el reencuentro imaginario con el primer amor de la primera adolescencia, contado en forma de monólogo dramático, el poeta proclama su lejanía y su extrañeza del muchacho que fue, un proyecto de hombre que acaba encontrando -de nuevo el amor, ahora sí merecedor de ese nombre- justificación en el hombre venidero.

Por todo lo dicho, desde la asunción de las limitaciones pero también desde la certeza a propósito del punto de llegada, Oro puede leerse como una declaración de vitalismo que no se acoge a las ilusiones -por dos veces el poeta reniega de ellas- sino a la vida misma, a los regalos cotidianos y aparentemente insignificantes que procura, a la felicidad mínima pero tan valiosa a la que nos es dado aspirar. Y sí, estrenar los días como quien estrena el mundo, siempre jóvenes de espíritu, religados a los afectos y a las causas que los sostienen, despreocupados del vano ajetreo, tratando de encarnar hasta donde sea posible -y desde luego celebrando en los otros- el orgullo, la piedad, el valor, la alegría.

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