Cultura

Fe y protoplasma

  • Cactus publica el primer libro en el que Butler, armado con un puñado de intuiciones, comenzó a combatir las tesis sobre la evolución de Darwin

Cerca del final de este maravilloso libro, Butler nombra, como de pasada, en qué consiste el estupor que provoca su escritura. Lo hace al referirse a sus amigos, a esos que no saben si las opiniones que él mantiene aquí y en otros escritos van en serio o son parte de una gran broma. Butler sabe de la fertilidad de su pensamiento, de su carácter heterodoxo -quiero "entretener e interesar a la gente que como yo no sabe nada de ciencia pero disfruta especulando y reflexionando (no muy profundamente) sobre los fenómenos que nos rodean"- y de su actualización en una prosa irónica y punzante, divertida; pero, igualmente, que más allá de lo que la razón y la lógica dicten, un escritor no debe dudar a la hora de tomar partido por sus ideas, siempre que las sepa defender con argumentos y que éstas respondan a una manera de concebir la vida y el mundo. Es su atrevimiento lo que desconcierta, también su fiel adscripción a un ideario de pregnante simbología y del que se excluye cualquier deriva religiosa. Así, habiendo leído El origen de las especies de Darwin, y, luego de ya haber comenzado a escribir, a Mivart, e indirectamente a Lamarck, se lanzó armado con un puñado de intuiciones a combatir al padre de la biología con su primer libro sobre el tema de la evolución, Vida y hábito, al que luego seguirían varios más durante las siguientes décadas, según se fuera abriendo la brecha entre él y Darwin, al que aquí aún respeta e incluso idolatra, como molesto por tener que contradecirlo.

Y su apuesta frente al pensamiento darwinista según el cual la evolución se produce a partir de las diferenciaciones de estructura e instinto que provoca la acumulación de variaciones fortuitas en las que nada tiene que ver el deseo de la criatura que muta, es por otra guiada por la inteligencia y la memoria, por el deseo de cambiar: "Toda la selección natural del mundo no impediría que una ameba se vuelva un elefante, si se le concediera un tiempo razonable", deja aquí escrito. Lo que late en Butler es la admiración por la asombrosa complejidad del mundo natural, un gozo ante ese misterio que quiere descifrable, y que en su caso se presenta unido al rechazo por el intolerable descrédito que pesa sobre los seres inferiores, como si cada célula del cuerpo humano o del embrión de un pollo, así lo cree el novelista y ensayista, no fuera exactamente como una persona con un alma inteligente. Cénit de la provocación: "¿Qué es el descubrimiento de las leyes de la gravitación comparado con el conocimiento que duerme, sobre un estante de la cocina, en cada huevo de gallina?". Butler explica que, sin él tener idea de ello, tomó el talismán dejado por Lamarck, donde podría haberse esculpido el lema de que toda herencia se trata de un modo de memoria, y que son la necesidad y el anhelo -y no la aleación de azar y probabilidad, como pensaban los apostles of luck: Darwin, Spencer o Romanes- los que guían todo proceso evolutivo: el instinto no es imitación, sino memoria, y la cotidianidad de cualquier criatura no es sino la fase presente de una identidad pasada que se disemina en generaciones. Y a esa piedrecita preciosa que dejó abandonada el naturalista francés Butler llegó después de una concatenación de pensamientos que pasaba la mano borrando las fronteras entre lo humano y lo natural, de ahí que empiece su libro ensayando bellísimas reflexiones sobre la intensidad del conocimiento y el deseo cuando éstos han devenido inconscientes. Para ello compara el automatismo de un experto, por ejemplo un virtuoso pianista que fuera capaz de tocar sin pensar después de años de experiencia, con las ejecuciones inteligentes que un embrión produce mientras gesta a un bebé o a un pollo. Lo que viene a decir Butler -y a partir de aquí se podrían desarrollar, amén de ensayos paracientíficos de biología, auténticos compendios de estética y ética- es que parece haber una cita secreta entre el conocimiento perfecto y la ignorancia perfecta, y que la mejor parte de la humanidad es la que sabe inconscientemente, como asumiendo que la vida es memoria, y que ahí radican la posibilidad de la fe y la esperanza.

Al hilo de este apresurado resumen, puede decirse para finalizar que si Butler no ha dejado huella en el pensamiento científico, aún demasiado sujeto a la razón, "al despertar y no al sueño" que diría el propio autor, sí lo hizo y mucho en la filosofía. Y en cierta medida lo demuestra esta publicación de los exquisitos argentinos de Cactus, quienes llevan años desbrozando el árbol genealógico del pensamiento de Deleuze y Guattari. Al igual que para iluminar el concepto del inconsciente freudiano, Vida y hábito, libro de lectura deliciosa, fue una de las fuentes que el dúo de filósofos utilizó para dar a luz al concepto de las "máquinas-deseantes" en su Anti-Edipo, siguiendo las digresiones butlerianas (más presentes en Erewhon que aquí) sobre que las máquinas son cuerpos y órganos, y los organismos, asimismo, pueden ser comparados con piezas de un engranaje de distintas máquinas, ya que éstas suponen un paso más en la evolución natural (las máquinas se reproducen gracias al hombre, como el trébol rojo gracias a la abeja). También el concepto de devenir -devenir-animal, devenir-planta, etcétera- tiene en Vida y hábito un ramillete de preciosas definiciones. Frente a la "gente de una sola idea", Butler habló sobre las criaturas que "devienen muchas", sobre el ser múltiple que lleva vidas separadas dentro de él, deseoso de cambiar, preso del anhelo de ir más lejos.

Samuel Butler. Editorial Cactus. Buenos Aires, 2013, 256 páginas. 12 euros

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