Cultura

Elegía del viejo gladiador

Lanzado por el supuestamente independiente Festival de Sundance en su edición de 1998, Darren Aronofsky deslumbró primero a los festivaleros, después a la crítica y por último al público que antes se llamaba cinéfilo con Pi, su primer largometraje. Revalidó su naciente prestigio con Réquiem por un sueño (2000), dura inmersión en el universo de la droga. Lo dañó con la siguiente La fuente de la vida (2006), flojo melodrama fantástico-científico que no respondió a la expectativa suscitada por su estreno tras más de cinco años de silencio. Y lo ha recuperado con esta El luchador que, sin alcanzarla, se sitúa muy cerca de la escueta y sobria obra maestra de John Huston Fat City. Se trata, en efecto, de esa épica de la derrota que presenta a los boxeadores como viejos gladiadores vencidos por el tiempo y por ellos mismos. En este caso, para que todo sea más triste y esperpéntico, se trata de esa variante de la lucha libre americana que tiene más de exhibición circense que de deporte. He dicho que con esta triste y hermosa película ha recuperado su prestigio, lo que el Festival de Venecia ha sancionado concediéndole el León de Oro; pero hay que matizar que para los antes llamados cinéfilos que adoraron Pi y apreciaron Réquiem por un sueño, El luchador es una concesión al cine comercial. Lo que no quiere decir nada malo, sino todo lo contrario: que emociona sin gesticulaciones estilísticas ni pedantería.

El personaje que interpreta con genio un Mickey Rourke cuya leyenda maldita beneficia a la película y enriquece al personaje -ni todo el maquillaje del mundo puede crear esa cara y componer ese gesto-, está bajando a sus últimas estaciones. Su carrera se ha hundido en los circuitos ínfimos, su corazón le ha traicionado con un infarto, la hija abandonada que quiere recuperar le odia, la stripper con la que mantiene una intermitente relación casi amorosa no quiere involucrarse en su vida y el jefe del supermercado en el que su enfermedad le obliga a trabajar le aborrece. Luces de neón de grandes superficies, luces rojas de garitos, luces crudas de los miserables vestuarios, luces cegadoras de los rings, luces frías de cielos grises sobre exteriores suburbanos y playas invernales alumbran esta convincente historia de soledad y fracaso.

Los méritos de Darren Aronofsky son contarla con sobriedad, sin recrearse en la suerte de la derrota ni hacer poseía fácil sobre ella; contarla con una ternura recia que elude el sentimentalismo, muy perceptible en los vigorosos retratos de los luchadores y en la construcción del personaje de la stripper, espléndidamente interpretado por Marisa Tomei (para no ser injustos hay que destacar junto a ella el talento con el que Evan Rachel Wood da vida al otro gran personaje femenino, el de la hija); contarla con fuerza realista sin incurrir en el esteticismo feísta; y sobre todo contarla a través del monumental/frágil personaje creado con inmenso talento por un Mickey Rourke que parece jugárselo todo interpretándolo. Clint Mansell, habitual colaborador musical de Aronofsky, la baña en una hiriente a la vez que leve melancolía con una partitura de ecos country capaz de convertir en música las densas atmósferas y las íntimas soledades.

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