Cultura

Colosal y evocadora fábula sobre el amor y el tiempo

Hacer creíble lo increíble sin mentir es uno de los desafíos del gran arte. Mintiendo cualquiera puede hacerlo con mayor o menor fortuna. Pero lograrlo sin mentir es privilegio de los maestros. Y Fincher va en camino de serlo. Todavía no lo es y su filmografía oscila entre lo muy notable (Seven, Zodiac), lo discutible (El club de la lucha) y lo rutinario (The game, La habitación el pánico). El curioso caso de Benjamin Button es, y Fincher lo sabe, un paso decisivo en su camino hacia el gran arte. Tan bien lo sabe que ha cuidado cada plano como si en él se jugara toda la película; y cada secuencia y escena como si fueran largometrajes dotados de su propio sentido interno. Las muchas historias que construyen esta fábula -el mundo del asilo, el idilio ruso con la diplomática inglesa, el amor con la bailarina, la vida en el mar- tienen la rara capacidad de sumergirnos por entero en ellas sin dañar la poderosa progresión dramática que plantea -un poco como Forrest Gump y Big Fish- un fresco de la América del siglo XX a través de una fabulosa peripecia individual.

Hacía falta este control para contar emocionando lo que mal contado haría reír: la historia invertida -urdida por Scott Fitzgerald en un cuento de 1921- de Benjamin Button, un hombre que nace con 80 años y vive al revés hasta morir como un bebé. Su tragedia es que para los demás el tiempo transcurre con normalidad. Eso le permitirá cruzarse en la mitad de su vida, teniendo su misma edad, con quien amaba desde que él era un anciano y ella una niña; pero también ver como, mientras él es cada vez más joven, todos cuantos ama envejecen y mueren.

Hermosa fábula sobre el amor, el tiempo y la muerte, la película seduce desde su inicio con la poderosa imagen del reloj que, al andar al revés, levanta a los muertos de los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial para devolverlos a su familia. El viejo truco del paso invertido, el más antiguo del cine desde que los Lumière proyectaron al revés la demolición de un muro, aquí se convierte en pura poesía que recuerda los finales simbólicos de los monumentos pacifistas del cine mudo desde Intolerancia de Griffith a El gran desfile de Vidor.

Un único reparo. La poesía es un arma poderosa pero peligrosa: la carga el diablo de la cursilería. Fincher aún titubea al manejarla y peca de cursi con el dichoso colibrí, el relojero perdiéndose en el mar o los planos finales de los personajes que, pese a su belleza -la belleza: ¡qué tentación!- parecen anunciar seguros de vida.

Encabezando un reparto que culmina en el trío femenino Cate Blanchett, Julia Ormond y Taraji P. Henson, Brad Pitt demuestra lo que sabíamos: es un excepcional actor. Delicada, inspirada, evocadora: cosas que se pueden decir por igual de la fotografía de Claudio Miranda (en el equipo de Fincher desde Seven) y la música de Alexandre Desplat (junto a Howard Shore el compositor más interesante del cine actual). El también evocador diseño de producción de Donald Graham Burt sigue de cerca las invenciones de los fellinianos Danilo Donati y Dante Ferreti. Cuando en la conclusión se inunda el almacén en que está guardado el reloj a cuyo ritmo invertido crece/decrece la vida de Button, se hace evidente el eco del naufragio del Gloria N en E la nave va de Fellini; y con él, la larga sombra del maestro inspirador pero inimitable.

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