Cultura

Colmar cuerpo y alma

  • Trotta publica los textos en los que Simone Weil rememoró su experiencia como trabajadora en una fábrica, una vivencia trascendental para la pensadora

Si toda muerte, al cancelar la virtualidad, pone en última perspectiva los actos y discursos de una persona, la de Weil -en 1943, a los 34 años, a causa de la pena y la anorexia voluntaria-, si bien hace lamentar su suerte (y la nuestra), parece abrumadoramente lógica en alguien de su sensibilidad, carácter e inteligencia. Este deceso cortante y radical es la prueba de que todo iba en serio, de que su vida y su escritura eran una misma cosa; de que su obra, en definitiva, debía ser a la fuerza fragmentaria, dispersa, heterodoxa, no la de una intelectual, una filósofa o una mística, sólo la de un ser humano severo y consecuente que no concebía encerrarse en el mundo de las ideas.

La condición obrera es muestra de todo esto, un conjunto de textos -un diario, un puñado de cartas, algunos artículos y conferencias (casi siempre borradores)- que rodea una vivencia trascendental y nuclear en Weil, su experiencia del trabajo de fábrica entre diciembre de 1934 y agosto de 1935. Luego vendrían otros ejemplos de esa necesidad de exponerse que la caracterizara -el alistamiento en la España de 1936; su deseo, no cumplido, de ser lanzada en paracaídas sobre la Francia ocupada- y tras la que apenas podía ocultar un acendrado convencimiento (la verdad es siempre experimental) y un irrefrenable sentimiento (la compasión hacia el desheredado). Y con un solo vistazo al centro de este compendio, su Diario de fábrica, ya se atestigua que este tiempo en el infierno del taylorismo no era la vacación de una intelectual con mala conciencia -"una catedrática de paseo por la clase obrera"-, sino el drástico efecto de un despojamiento total, la rotunda aceptación de un compromiso por comprender en qué consistía por entonces la vida de un trabajador manual. La enseñanza principal no tarda en llegarle: la marca de la esclavitud, la opresión inexorable e invencible, la escasa solidaridad, la pérdida de la dignidad. Weil, que piensa que lo inexpresable se degrada de quererlo expresar, realiza sus someros apuntes a la manera de una terapia para contrarrestar la principal consecuencia del trabajo mecánico a destajo: un cansancio amnésico del que hay que arrancar los acontecimientos para ponerlos por escrito y luego poder recordarlos. Así, el "sábado por la tarde y el domingo, cuando recupero recuerdos, fragmentos de ideas, me acuerdo de que soy también un ser pensante".

Pero si la inteligencia y la profunda cultura humanística de Simone Weil se resienten ante unos excesos físicos para los que no estaba preparada -era una chica enfermiza y sometida a terribles cefaleas, y no consentía en utilizar más dinero del que ganaba con su trabajo de peón-, esta formación es la que le permite transformar la exigente experiencia vital en una profunda reflexión político-social que el tiempo ha convertido en visionaria. Sufrir broncas o asumir la angustia del trabajo embrutecedor a contrarreloj, pero también saber del otro, del humillado, y de sus preocupaciones vitales y laborales, así como sentir, en raras pero reveladoras ocasiones, la íntima satisfacción ante el trabajo bien hecho, posiciona a la joven Weil en un lugar de sobrecogedora independencia frente a los discursos de políticos y pensadores de izquierdas -comunistas, socialistas, anarquistas y sindicalistas- que peroraban sobre la clase obrera sin haber puesto un pie en una fábrica o compartido el estremecimiento frente a la brutalidad patronal. Weil, que escribe parte de estos textos en un momento de optimismo histórico -la victoria electoral del Frente Popular-, se muestra refractaria a la propaganda y al entusiasmo revolucionario (un buen antídoto se lo proporcionó su visita a la Alemania nazi a principios de los años 30) y corrobora en la fábrica sus intuiciones sobre el sentido último del trabajo y su función en la existencia del ser humano, un ideario que por entonces ya se teñía de espiritualidad cristiana y que contrastaba -y aún contrasta- tanto con la ortodoxia marxista que pretendía la dictadura proletaria como con ese espíritu del capitalismo que ha logrado sin mucho esfuerzo naturalizar la partición de la vida entre ese trabajo que casi nunca interesa y un tiempo de ocio en supuesta libertad.

Es en tiempos de crisis y profunda degradación del empleo como éstos especialmente delicioso, reconfortante y a la vez perturbador leer a Weil, que tan bien y profundamente escribió sobre el trabajo como primer medio de educación, sobre la grandeza de la labor, incluso la monótona y aburrida, como fuente de aceptación y trascendencia de nuestro destino -nunca hay que confundir "desgracia esencial" con "injusticia social", riguroso y preclaro leit-motiv-. Ahora, antes y siempre, se trató de no suprimir "el relámpago de pensamiento" del trabajo, de comprender en qué consiste nuestra tarea y para qué vale nuestra contribución a una empresa cualquiera (ver a las claras la relación del trabajo con el producto, y del primero con el salario), de luchar alegremente con la verdadera vida y no de obedecer humillado; es decir, de adueñarnos del tiempo, reconquistar la atención y el "pensamiento en acto" para experimentar la alegría de comer el pan que uno ha ganado. Alimento del cuerpo y del espíritu del que cada vez saben menos empleadores y empleados; lejos, en suma, de las recomendaciones de los poetas ([...] y en sus manos/ brilla limpio su oficio, y nos lo entrega/ de corazón porque ama, y va al trabajo/ temblando como un niño que comulga).

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