Cuando éramos pequeños vivíamos con ETA y las reivindicaciones de independencia vasca. Cuando ahora se derrama sangre por culpa de los excesos yihadistas, recordamos imágenes, miradas, y silogismos deductivos de nuestros padres en relación con la violencia y la posibilidad de una tercera guerra mundial. Imágenes enfrascadas en la intolerancia y en la sinrazón. Cuando coinciden manifestaciones independentistas, que se hacen en catalán, es cuando recordamos esos malos momentos vividos en las provincias catalanas, cuando nos hablaban en su idioma, con el mayor ritmo del mundo, sin mirarnos a la cara y con aires de superioridad. Tanto que nos quedábamos in albis y sin capacidad de reacción. Desde que vimos que una olimpiada, como la del 92, daba una lección de organización y gestión, ya intuíamos que las diferencias estaban claras. Los pueblos deben decidir sus destinos, y más cuando ya no hay ningún Julio César, ni ningún Viriato de pelo en pecho, ni faraón que se precie o Napoleón que se vuelva loco. Ni mucho menos dictadores de pacotilla de los que el siglo XX se vanagloriaba, ni dirigentes bajo palio con mitra y pensión vitalicia para toda su estirpe. Por eso, los que tenemos diplomas y másteres en cursos de andaluz, creemos aún en el soplo de aire limpio de gente sin dobleces, con ganas de vivir y sin ganas de joder a los demás. En gente cuya independencia es la del felpudo de su república independiente de la casa y su nuevas banderolas son las de pendones azulados desaparecidos. Importa más el día de fiesta robada con nocturnidad y alevosía a un pobre Dionisio Aeropagita para un lunes de Feria y si el muñeco de Michelin sigue asustando a las puertas de una ciudad perdida en el sur de la campiña andaluza. Por aquí, más que independencia, lo que se quiere es que no se le recuerde como Al Andalus, que se le deje vivir tranquilo, respirar y decir cada mañana que se es libre como el viento. Aún, sin referéndums.

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