La revolución triunfa en libia · El analfabetismo y la pobreza convierten a algunos países en potenciales escenarios de protestas

¿Caerán los últimos naipes?

  • Marruecos y Argelia miran de reojo el final de la tercera autocracia del norte de África conscientes de que sus graves problemas sociales pueden traerles problemas

"Comenzamos el curso con una agenda marcada por las profundas reformas políticas". Lo dijo el Parlamento argelino en su primera sesión el pasado domingo. La clase dirigente argelina, aislado el régimen en su vieja disciplina socialista y militar y asilo de la humillada familia de Gadafi, no quiere perder ni un minuto en mostrar que se están haciendo los deberes. La Primavera Árabe iba en serio. Acaba de caer Libia, aunque los fieles al coronel Gadafi amenazan con prolongar el conflicto civil durante meses. Del Magreb al Masrek, del poniente árabe que comienza en las costas de Agadir hasta el Sinaí, han caído tres regímenes: el de Ben Ali en Túnez en enero; el de Mubarak en febrero y el de Gadafi, que perdía Trípoli a finales de agosto. Otros, como Siria o Yemen, sufren desde hace meses el embate valiente de poblaciones hartas.

Dos regímenes tratan de salvar el pellejo en el norte africano: Marruecos y Argelia. Dos vecinos que, tal vez movidos por la necesidad de sobrevivir a esta ola de indignación por un orden que parece condenar a sus poblaciones la miseria, están dispuestos a hacer las paces. Las fronteras terrestres entre ambos países podrían reabrirse pronto. El Sáhara Occidental -que inició la oleada de protestas el pasado noviembre-, el conflicto que les enemista, ha pasado a ser secundario. Reformarse o morir. Ésa parece ser la única consigna válida para la monarquía de Mohamed VI, 12 años en el trono alauita, y Abdelaziz Buteflika, veterano general triunfante en 1999 de la guerra civil.

Mohamed VI parece a salvo de Primavera Árabe. En Marruecos no tardaron en registrarse manifestaciones pacíficas exigiendo la democratización de la monarquía alauita, a la que invitaban a quedarse si es capaz de limitar el papel del rey al de mera representación simbólica. La primera gran concentración, en una jornada lluviosa en Rabat que pasará a la historia por bautizar al movimiento democrático, se celebró el 20 de febrero. El mensaje de los adheridos -una mezcla de jóvenes universitarios laicos e islamistas antimonárquicos- era claro: desaparición de la corrupción inherente al círculo cortesano -el majzén- y monarquía parlamentaria. Nunca han sido masivas concentraciones, pero su impulso ha permitido que decenas de ciudades hayan registrado protestas con lemas similares.

El rey reaccionó muy rápido, consciente de que la Primavera Árabe había venido para quedarse. Instó al comenzar marzo, cuando Mubarak y Ben Alí ya habían caído, a un comité de expertos a iniciar la redacción de una nueva Constitución llamada a dar el impulso definitivo a la democracia. El uno de julio, el pueblo marroquí aprobaba de forma casi unánime -98,5% de los sufragios- una nueva Carta Magna llamada a reducir las potestades del monarca y a reforzar las atribuciones del Gobierno. Para observadores como Ahmed Benchemsi, el antiguo director del semanario TelQuel y hoy profesor invitado en Stanford, una mera "pantomima cosmética". El monarca parece, no obstante, haber cumplido sus objetivos: situación bajo control, aplauso generalizado en el exterior, nuevas elecciones dentro de dos meses.

La argelina es una sociedad demasiado acostumbrada a la violencia. El país magrebí perdió casi 200.000 personas entre 1992 y 1999 en la guerra civil que enfrentó a los islamistas del FIS (Frente Islámico de Salvación) con el Estado. Miles de familias siguen recuperándose de la catástrofe de aquella década negra y hay mucho temor a que se repita algo similar. Lo cierto es que Argelia registró una de las primeras protestas contagiado de Túnez por causas similares: la subida de los precios de los alimentos básicos y el incremento del nivel de vida. La reacción del Gobierno, al subvencionar los alimentos de primera necesidad, consiguió, de forma momentánea, apaciguar los ánimos. La policía no dudó en reprimir con dureza las manifestaciones de la Coordinadora por la Democracia, que han perdido fuelle en los últimos meses. La violencia terrorista sigue manifestándose por todo el país -70 muertos sólo en agosto- a manos de los herederos del islamismo de los 90, hoy los miembros de Al Qaeda que operan en una gran parte del enorme país magrebí.

Lo cierto es que las condiciones sociales de Marruecos y Argelia los convierten en potenciales escenarios de protestas. Su población es extraordinariamente joven, el analfabetismo alcanza a la mitad de los habitantes y la pobreza está omnipresente. Marruecos sabe que Europa constituye su mejor garantía para lograr la paz social: la inversión extranjera -especialmente francesa, española y también de las monarquías del Golfo- y el aumento del comercio repercutirán en la mejoría de sus 33 millones de habitantes. Argelia, aislada y sin muchos amigos en la región -pero apoyada por EEUU-, cuenta con una gran riqueza en recursos naturales -gas y petróleo-. Y, por ende, con el respaldo de los petrodólares para contentar a una población excluida de la riqueza.

No hay duda de que el mundo árabe ha entrado en una nueva etapa. Las nuevas tecnologías -clave ha sido el efecto contagio catalizado por las redes sociales de internet-, hacen ya imposible que estructuras como las imperantes en la región -42 años de dictadura de Gadafi, 40 del Partido Baaz en Siria, 31 de la familia de los Ben Ali en Túnez, 30 de Mubarak- salgan indemnes del paso del tiempo. Miles de ciudadanos, especialmente jóvenes, han dicho basta. La complejidad de estos países, carentes de estructuras sociales intermedias durante décadas, el importante peso de los movimientos islamistas y la frecuente división religiosa y tribal generan profundas dudas acerca del éxito del experimento democrático, ajeno a la historia de la región. El tiempo dirá si las reformas anunciadas convencen a una población como la magrebí cada vez menos dispuesta a aceptar su resignada situación.

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