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El lanzador de cuchillos

Rambla de Voltaire

Los excesos de la religión no pueden combatirse con religión, sino recuperando el espíritu ilustrado de la vieja Europa

Han pasado dos semanas desde que el terrorismo de raíz islámica golpeó en Las Ramblas, el reducto cosmopolita de una ciudad, Barcelona, cada vez más ensimismada y hostil. Ha sido la última dentellada de una rata rabiosa que todavía tiene que hacer mucho daño, colándose por las grietas abiertas en los muros cuarteados de la sociedad occidental.

Cuando hace dos años, fanáticos similares provocaron una matanza en Bataclan, poca gente cayó en la cuenta del hecho paradójico de que la sala de conciertos estuviese situada en una calle parisina dedicada a Voltaire.

El escritor francés, autor de un celebrado tratado sobre la tolerancia, ha pasado a la historia con merecida fama de combatiente contra las injusticias y las infamias del fanatismo clerical, cuyo máximo representante en este peligroso principio de siglo es el autoproclamado califa del Estado Islámico Al Baghdadi.

El siglo XXI se ha convertido en el escenario temporal de la última guerra de religión, que amenaza con llevarse por delante lo que queda de una civilización occidental caracterizada por la libertad de acción y pensamiento.

No hay más que echar una ojeada a los libros de historia para constatar una verdad pavorosa: la religión mata. Todos los grandes credos, cuando han tenido la fuerza suficiente, se han ocupado de silenciar o ejecutar a quienes los han puesto en duda (lo que, paradójicamente, es una muestra de su debilidad).

Sería conveniente, además, que no olvidáramos que la necesidad de prohibir y censurar, de acallar a los disidentes, de condenar a los distintos y de invocar una salvación exclusiva representa la esencia misma del totalitarismo.

No obstante, puestos a elegir, como ha escrito Félix Ovejero, siempre será preferible una religión que amenaza con el chantaje del infierno que otra que, en alguna de sus variantes, contemple la posibilidad de acelerar el trámite.

Aunque lo cierto es que entre los bomberos de la cosa religiosa no suelen pisarse la manguera. Cualquiera habría imaginado que la fatwa dictada por Jomeini contra Salman Rushdie, un individuo solitario y pacífico que llevaba una vida dedicada a la escritura, habría suscitado una condena generalizada. Pero no fue así. El Vaticano, el arzobispo de Canterbury y el principal rabino sefardí de Israel mostraron unánime simpatía… ¡por el Ayatolá! El Papa Francisco, por su parte, acogió con una preocupante enmienda parcial la respuesta sangrienta del ISIS a los ataques al islam de los dibujantes de Charlie.

Los excesos de la religión no pueden combatirse con más religión, sino recuperando el espíritu ilustrado que dio prestigio y grandeza a la vieja Europa. Por eso, ahora que la ultraizquierda y el nacionalismo filofascista -otras formas de fanatismo religioso- han tomado Barcelona y se replantean la nomenclatura de sus calles, me atrevo a proponer un nombre irreverente para ese paseo multicolor que los asesinos islamistas tiñeron de sangre: ¿qué tal si le llaman Rambla de Voltaire?

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