Triunfa con sorprendente eficacia la idea de que la 'cuestión catalana' se resuelve sólo desde la política; que la ley aplicada por los tribunales o la potestad ejecutiva del Gobierno son obstáculos a una solución al alcance de la mano; "que es tiempo para la alta política", para el 'diálogo sincero', que la cárcel no es la solución. Memeces, si ustedes me lo permiten. Para que exista una democracia es necesaria la separación de poderes, elecciones regulares, libertad de asociación con aspiración de poder y un sistema de frenos y contrapesos que limiten cualquier exceso. Desconfiar del poder es necesario, y fragmentarlo, imprescindible. Todo ello no sería posible sin el imperio de la ley, por encima de cualquier otra consideración. Sin ella estamos perdidos. Nuestra ley es nuestra fuerza, decía Cicerón. Los políticos sediciosos tienen que responder ante una justicia ciega a cualquier consideración política, contexto u oportunidad. No hay nada que dialogar con quienes retuercen la ley rompiendo la convivencia. Y eso no le quita a la política ni un ápice de protagonismo. Dos millones no pueden ser una coartada, ni secuestrar a más de cuarenta. Otro error de esta crisis es llamarla 'cuestión catalana'. Está en juego la nación como sujeto político, no la independencia de un territorio. No sólo no es posible, sino que además es injusto que una parte decida por el todo, que sean unos pocos ciudadanos los que impongan dónde empieza y termina España. Cuando los grandes partidos abran el melón de la reforma constitucional, quizá les sorprenda descubrir que una ingente cantidad de españoles quieren un sistema donde todos seamos libres e iguales, sin asimetrías, cupos, fueros, privilegios o ensoñaciones territoriales. Para acabar con el supremacismo nacionalista hace falta algo más que un fugaz 155, jueces lúcidos.

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