F style="text-transform:uppercase">altar a la verdad incuestionable de la corrección política es un acto imperdonable, el peor de los pecados. Es una condena segura al desprecio, la expulsión del exclusivo club de los amigos del progreso humano. La nueva religión exige una homogeneidad absoluta a sus principios más visibles: la superioridad moral, la ideología de género- uno de sus baluartes más reconocibles-, la reformulación de la historia según sus necesidades, la calificación de extremista de todo lo que queda fuera de sus límites. Este régimen, propio de las sociedades que se niegan a ejercer su libertad, produce una gran masa anestesiada, que como no tiene ganas de pensar, compra en el supermercado su proyecto ideológico perfectamente empaquetado, listo para consumir. Hay que desconfiar de casi todo lo que viene de la fábrica del progresismo, porque detrás de ella se esconde con el ropaje de más y mejores derechos, el totalitarismo de las ideas. Ideas aparentemente nuevas que son viejas fórmulas de la infelicidad humana. La Filosofía es la mejor herramienta para combatir al ciudadano conforme; pero como se la han cargado, el terreno está abonado. El éxito progresista consiste en haber hecho de lo particular, de lo pequeño, lo general, lo indiscutido. Quienes se sitúan al margen de la corrección política se convierten en sospechosos: peligrosos conservadores, machistas o enemigos de la humanidad, aunque no sean nada de eso. La reciente literatura juvenil americana de Collins o Roth, reflejan estos modelos sociales uniformes en sus exitosas novelas, de la que una juventud igual de uniforme, se identifica como divergente, pero piensa como convergentes, perfectamente alineados. La distopía orwelliana sigue más latente que nunca en esta sociedad perfectamente progresista, policía del pensamiento, enemiga de la auténtica libertad humana.

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