Con toda la imaginería que recorre nuestras calles en la Semana Santa, me llaman especialmente la atención las tallas de los Cristos, con esos rostros dolientes, con esa mansedumbre y con esa mirada inconsolable. En sus ojos sólo veo amor. Un amor incondicional que terminó en el Gólgota.

A lo largo de la historia los artistas han sido benévolos al representar las heridas de Jesús, pero su sufrimiento físico fue inmenso. Una fuente para conocer lo que supuso la crucifixión es la Sábana Santa de Turín. Ahí se ve claramente el cuerpo del crucificado y se ha descubierto que tenía una herida en la nariz, probablemente fruto de una caída, porque tanto en la nariz como en las rodillas y las plantas de los pies, se han encontrado restos de tierra que tiene la misma composición de la que hay en Jerusalén. También se ha comprobado que la corona de espinas le cubría toda la cabeza y le llegaba hasta la nuca, donde se aprecian sesenta heridas punzantes producidas por las mismas.

En el cuerpo y sobre todo en la zona de la espalda se ven marcas dejadas por el flagrum taxilatum un instrumento romano compuesto por cintas de cuero que tenían en el extremo unas bolas metálicas con pinchos, que además de golpear, arrancaban trozos de piel. Dicen los expertos que Cristo recibió más de ciento veinte golpes y tenía seiscientas heridas abiertas. Su rostro estaba amoratado y su vientre inflamado. En la cruz, para poder respirar, necesitaba mover su cuerpo apoyando los pies y tirando de las manos hacia arriba, lo cual era muy doloroso. Sin embargo, en perfecta obediencia al Padre, sufrió en silencio hasta morir de asfixia. Pero le faltaba aún la herida del costado, entre la quinta y la sexta costilla, cuya marca coincide con la producida por una lanza romana del siglo I y de la que emanó sangre y suero. A estos Cristos no se les puede pedir nada, su indefensión mueve a la compasión, despiertan el deseo de consolarles, de quedarse a sus pies y pedirles, una y otra vez, su perdón.

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