Tiene Cádiz un malecón que evoca lugares ultramarinos, una playa recogida, casi íntima, de arena pálida y fina, flanqueada por dos castillos, en la que sorprende, por lo menos a un mediterráneo convencido, cómo puntualmente el océano se repliega sobre sus pasos decenas de metros dejando al aire un lecho pedregoso de rocas oscuras y afiladas. La marea, en una retirada callada, tirando del agua, provoca que cientos de barcas, atadas a sus muertos, encallen abandonadas en el fondo marítimo. La caleta resulta un lugar majestuoso, como sus dos enormes ficus que se extienden estirados sobre el piso de una placita, o un enorme edificio, horizontal y bien proporcionado, en su día destinado al cuidado de niños desamparados, o por lo menos eso creo.

Como la otra ciudad atlántica andaluza, Huelva, Cádiz también me ha sorprendido por sus bellísimas puestas de sol. Contemplar, apoyado en las barandas del malecón, cómo cae la tarde sobre la enormidad del agua mansa, apenas rizada por alguna barca que regresa a puerto, resulta una experiencia única. Hace tiempo discutía amigablemente con un amigo sobre mis preferencias en cuanto a esos atardeceres o los que me regala Almería desde el sofá de mi terraza, y nos les voy a engañar, a mí en particular me sobrecoge de una manera muy especial el colorido de los arreboles de nuestro poniente cuando declina la tarde, aunque, sinceramente, pudiendo quedarme con todo me parece una imbecilidad ponerme a estas alturas a escoger.

La noche de San Juan hacía que bullera el malecón, pero viajar con niños tiene lo que tiene, así que nos acostamos pronto, previniendo además que al día siguiente nos íbamos a visitar el Puerto de Santa María con un bonito paseo por la bahía en un catamarán de punto -por cierto, para cuándo uno en Almería-. El calor fue infernal, como hacía tiempo que no lo sentía. Nada lo indicaba, pero todo lo hacía presagiar. Cuando volvíamos al Parador, la mesa de nuestra terraza estaba cubierta por una fina capa de ceniza. En el horizonte, como una nube alargada y compacta, se estiraba una cortina de humo negruzco que solo se diluía cuando la vista se perdía en el horizonte. Nos lo avisaron en recepción, pero en la piscina, en el restaurante, todo el mundo comentaba lo mismo: el fuego pretendía engullir Doñana. Posiblemente el del sábado pasado haya sido unos de los atardeceres más tristes que se hayan visto desde la Caleta.

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