El desafío

Quien la haga debe de pagarla. De forma serena, sensata y reglada, pero ha de pagar

Que se sepa, solo contamos con una vida para gastar. Un tiempo que se achica, que se acorta de forma extraordinaria a medida que los años se me amontonan en el calendario que he dejado tras de mí en ese extraño camino que me ha llevado desde una tierra de olivos al mar abierto. Un muro por el que trepa la yedra, un río que desciende, la tarde que se desploma lenta sobre las olivas de la quintería… La piedra, el agua, la luz… Todo se deshace, cuando no se desvanece casi por completo, mientras transcurre el lapsus de una vida. Una sola vida. Pero como contrapunto a esa inconsistencia de lo pasado, el sucederse de los días, de los años, como la distancia que puede medirse, suele aportar claridad a los miedos y a las alegrías, a las derrotas y las victorias, al sueño y el desvelo. Así debiera ser. Por eso, consciente del tiempo gastado, sé que no es cierto cuando se afirma ladinamente que la palabra no puede esconder rastro alguno de violencia. Por todo lo contrario he de reconocer que el hombre iluminado por la muchedumbre, ese hombre que vocea su opinión hostil y afilada, aupado en el púlpito al que ha sido elevado por parte de la ciudadanía, ese charlatán que disimula su palabra arropada con la legitimidad que brinda la libertad de expresión, me está haciendo daño. Porque hace daño la palabra insensata que enfrenta la Ley con la Democracia, pretendiendo de esta manera hacer posible lo imposible, porque hiere la palabra cuando con ella se inocula el germen del odio, amasando de forma deliberada la inquina hacia el adversario, esa palabra que lo coloca en el centro de una diana, justo en ese sitio donde resulta más fácil arrearle. Porque hace daño la palabra que adrede esconde la razón colectiva por la razón hecha a medida.

Estoy de acuerdo con aquellos que piensan que, en estos momentos, nuestro país afronta su momento más crítico, porque nunca como ahora la violencia se había agitado desde la palabra y con la palabra. Pero no debemos caer en el señuelo. Quien la haga debe de pagarla. De forma serena, sensata y reglada, pero ha de pagar. Luego habrá tiempo para hacerse preguntas sobre qué somos, de dónde venimos y a dónde queremos ir a parar. Pero eso será luego, cuando la palabra vuelva a ponerse al servicio de la razón. Ahora ya solo queda espacio para el Derecho. Porque ya se sabe que la Ley es dura, pero siempre es y debe ser Ley. Le pese a quien le pese.

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