En medio de una tempestad de agitadas olas de talla dorada, gravitan inalterables tres figuras femeninas. Dos de ellas se sientan sobre volutas agresivas y, en contraste, muestran un marcado aplomo, una serenidad expresiva sólo atenuada por los vibrantes y angulosos pliegues de sus ropajes. Son alegorías de las Virtudes Teologales: la Caridad, rodeada de niños, y la Esperanza, portando el ancla. Arriba, rematando el alambicado conjunto, de pie, triunfante, la Fe, con la Cruz y el Cáliz, de composición más aparatosa y movida, de quebrados ritmos y diagonales. Estamos en el retablo-baldaquino del Sagrario de San Miguel, obra cumbre del rococó andaluz por su imaginativo diseño y refinada ejecución. Pese a su pequeño tamaño y al protagonismo evidente de la arquitectura retablística, las tres esculturas que acabamos de describir fueron realizadas con un esmero poco habitual en este tipo de retablos del final del Barroco. Tampoco es normal la calidad de los dos ángeles lampareros que cuelgan a cada lado del altar. Son, sin duda, los mejores de Jerez. Sobresalen por el estudiado dinamismo de los paños, la cuidada belleza andrógina de las cabezas o la delicada policromía. Ángeles y virtudes llegaron de tierras malagueñas entre 1769 y 1770. Su autor, Fernando Ortiz, fue uno de los más afamados escultores de la Andalucía de esa época, ya que trabajó para el Palacio Real de Madrid y fue reconocido como miembro de la Academia de San Fernando. Su producción para Málaga se perdió lamentablemente en buena parte en los desgraciados disturbios de los años treinta. Nos quedan, en cambio, obras para dispares lugares de la región, caso de nuestra ciudad o de Osuna, localidad donde se celebra ahora una exposición por los 300 años de su nacimiento. Una efeméride que puede ser una buena ocasión para conocer más a este gran y desconocido artista.

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