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Que rueden cabezas

  • El historiador Francisco Gracia Alonso recorre en su última investigación los castigos y sacrificios humanos, desde la Prehistoria hasta la actualidad

Se abre el telón de la barbarie y aparece una cabeza cortada, que muestra sus magníficos efectos para la más boba noche de Halloween: mirada lívida, boca desencajada, cabellera humillada como una aljofifa, hebras tendinosas y sangre cuajada sobre el cercenado cuello...

¿De quién es la cabeza y cómo se llama la película? Nada de pamplinas peliculeras sobre Halloween. Podría ser la cabeza del asirio Holofernes, decapitado por la bella Judith. O la cabeza de Goliat mostrada por el brioso y joven David. O la del rey Ladislao caído en la batalla de Varna (1444) ante los turcos del sultán Murat I. O, más recientes, las muy regias testas de Carlos I de Inglaterra o de Luis XVI en pleno hervor de la Revolución Francesa. Incluso, coetáneas a nuestra hora, podríamos contar las cabezas mediáticas expuestas por el Daesh, o las horrorosas decapitaciones practicadas por los cárteles de la droga en México.

Hablamos de cabezas cortadas. Pero a lo largo de los siglos al enemigo, al odiado señor o al traidor se le emasculó y evisceró, se le cercenó y desolló, y se le empaló bien a la vista como lúgubre pendón. Muy en el fondo -o no tanto- el horror destila como una degustación morbosa. Admítase esto sin rubor. Este doble apetito es lo que nos procura el presente apéndice sobre la barbarie humana (oxímoron aparte), escrita y compendiada por Francisco Gracia Alonso, catedrático de Prehistoria en la Universidad de Barcelona.

Antes de empezar a leerlo deberíamos mantener, nunca mejor dicho, la cabeza fría y contemplar lo dado con amplitud de miras. No siempre la decapitación se ha expresado a través de la iconografía de la sevicia y la sangre. En la Alicia de Lewis Carroll, la Reina de Corazones gritaba que le cortasen la cabeza a todo aquel que la contrariase mientras jugaba al croquet en el País de las Maravillas. Ahora, en plena ola catalana, recordamos que el programa de sátira política Polònia mostró como atrezo un cartel de la CUP con la cabeza decapitada de Artur Mas, símbolo entonces de su caída política auspiciada por los cuperos.

Otras veces es el arte, la literatura y el cine los que nos perturban la memoria bajo el destello de la hoja de acero o bajo la siempre tenebrosa capucha del verdugo. Quién no recuerda la cabeza del Bautista en manos de Salomé en decenas de pinturas o, en especial, la citada de Goliat en el violento lienzo de Caravaggio. En el Hamlet de Shakespeare, mientras preparan la sepultura de Ofelia, el príncipe danés contempla el cráneo de su amigo de infancia, el bufón Yorick, y le habla acerca de la última curva de la vida y de la cortedad del tiempo. En la película Cromwell, interpretado por Richard Harris, uno no olvida la cabeza recién sacrificada del rey Carlos I (Alec Guinness) cuando el verdugo la muestra a la chusma. Lógico, por así decirlo, que su sucesor e hijo Carlos II, tras la reposición de la Corona, ordenase desenterrar el cuerpo de Oliver Cromwell, ahorcarlo, decapitarlo y exponer su testa en el puente de Londres frente al Parlamento. Un siglo antes (17 de febrero de 1587), también en Inglaterra, a María Estuardo, reina de Escocia, la ejecutaron cortándole la cabeza como quien remata a gol de cabeza, valga la redundancia, y conforme al canon de los tres tiempos en suspensión. Esto es, de dos espadazos y remate final con hacha (la testa de la Estuardo se resistió a abandonar el tronco).

Señala Gracia Alonso que los asirios en Babilonia -sin olvido de los celtas- quizá fueron los campeones de toda crueldad. Griegos y también romanos, a quienes debemos la luciérnaga de la civilización, gustaron asimismo de la estética brutal (así la matanza de los triunviros en Roma contra sus opositores o la vesania mutua en las batallas entre romanos y dacios en la era de Trajano).

A los otomanos se les suele asociar por su gusto por rebanar cabezas (de ahí el dicho de "el Turco, cuando no está tranquilo, corta cabezas"). Pero la expresión cabeza de turco halla su origen en el horror practicado por los cristianos en las Cruzadas. Durante la Primera Cruzada (1096-1099), de camino de Constantinopla a Jerusalén, los cruzados llamados al socorro por el bizantino Alejo Conmeno bombardearon las murallas de Nicea con cabezas lanzadas con catapultas (lo mismo harían en Antioquía). En la Tercera Cruzada (1187-1191), con el plácet de Ricardo III, fueron decapitados 2.700 musulmanes (mujeres y niños incluidos) tras la rendición de San Juan de Arce.

En la Segunda Guerra Mundial, el apocalipsis no sólo se llevó a cabo en los crematorios del Holocausto. En las batallas del Pacífico, japoneses y norteamericanos compitieron en horribles mutilaciones del enemigo (tanques japoneses mostraban cabezas de soldados tocados con casco, jóvenes estadounidenses recibían como regalos de sus novios alguna que otra reluciente calavera de un nipón). El horror, el horror. Y el morbo, el morbo.

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