de libros

La esquirla del silencio

  • Ralf Rothmann publica 'Morir en primavera', una gran novela sobre cómo los alemanes gestionaron en privado el horror del nazismo tras la derrota.

El escritor alemán Ralph Rothmann.

El escritor alemán Ralph Rothmann.

La Segunda Guerra Mundial vista por los alemanes desde dentro de su horrible bocaza la conocíamos, por ejemplo, a través de los diarios de Jünger, en aquel París ocupado por la bota del Tercer Reich (Jünger anotará la actitud indolora ante la ocupación por parte de muchos, muchísimos franceses). Más recientemente, en 2006, Jonathan Littell contó en Las benévolas las atrocidades cometidas en el frente a través de la vida -inventada- de un ex oficial de las SS. Pero el relato auténtico de cómo vivieron los soldados alemanes la experiencia bélica hay que hallarlo en las muchas cartas que escribieron a sus allegados. En tal sentido Cartas de la Wehrmacht, de Marie Moutier, es todo un filón sociológico para conocer qué pensaban, cómo actuaban los soldados diseminados por los distintos frentes.

En este último sentido, el de la autenticidad (y no el del morbo gratuito y ponzoñoso de Littell), Morir en primavera se nos antoja una novela necesaria por al menos dos motivos. Diremos primeramente que porque está muy bien escrita, con una prosa a veces diamantina y a veces seca, espartana, rotunda como un yunque. Acto seguido diremos que porque, aunque no lo diga su autor (y no es necesario corroborarlo), el relato se basa en la recreación del año 1945 a través de la figura de un padre, soldado jovencísimo por entonces, cuya dolorosa peripecia en los últimos meses de la guerra es recreada en el tiempo -años 80- por su hijo, a la sazón Ralf Rothmann, autor de la novela. El hijo quiere saber -todos queremos saber- por qué su padre, Walter Urban, nunca quiso hablar de la guerra y se sumió con los años en un áspero silencio, favorecido luego por una incipiente sordera.

Ralf Rothmann (Morir en primavera es la primera novela que se publica al español) narra aquí la historia del mozo Walter y de su fiel amigo Fiete. Ambos, ordeñadores en una vaquería, se hallan en la más temprana mocedad cuando, de repente, son llamados a filas para combatir en los agónicos meses de 1945 previos a la capitulación de Alemania. Por el oeste los americanos están oliendo ya el légamo del Rin. Y por el este el Ejército Rojo avanza imparable, adentrándose por las maleables compuertas del Tercer Reich. Walter integra una unidad de transporte de provisiones en el frente oriental. Pero Fiete es enviado a combatir en primera línea de dicho frente, sobre la inmensa llanada de la puszta húngara. Uno y otro integran distintas unidades de las Waffen-SS (este nombre aparecerá ya asociado para siempre con Günter Grass desde que el Nobel reconociera tardíamente que había formado parte de esta cruel unidad de combate).

El destino aciago acaba por romper la relación entre los dos jóvenes. Y lo hará de forma trágica. A partir de ahí el rencor del pasado se abatirá sobre Walter, quien acabará sus días enfermo, alcohólico, tras haber trabajado como minero en la cuenca del Ruhr. Como decimos, su supuesta historia en el frente es recreada ambientalmente por su hijo. La culpa del vivo, su necesidad de redención, acaba por moldear un carácter que el tiempo vuelve año tras año más acerbo y hostil.

Y las cartas, siempre las cartas. En medio del relato aparecen de cuando en cuando las cartas que Walter envía a su hermana y a su madre (su padre, suerte de ogro, muere en la guerra). A Helene, su hermana, le describe las sensaciones que se tienen en la puszta húngara ("hay un silencio como si estuvieras en una habitación o en un sótano, como si los muertos aguzaran el oído"). En la novela todos los muertos aguzan el oído. Tanto los muertos con nombre propio como los muertos anónimos, caso de los desertores, cuyos cuerpos inermes, como los de tantos otros, aparecen flotando sobre los ríos, colgando exánimes de vigas y palitroques, o esparcidos entre el calcinado boscaje. Sobre el cielo los Tupolevs rusos derraman sus bombas allanando el camino hasta Berlín. La venganza ha girado sobre su propio eje.

Morir en primavera nos recuerda a las películas que siempre nos cautivaron porque sugerían otro rostro del bando de los carniceros: los alemanes. Stalingrado (1993) de Joseph Vilsmaer es una de ellas. O la muy anterior El puente (1959), de Bernhard Wicki. Esta otra película guarda cierta similitud con nuestra novela por cuanto un grupo de muchachos es reclutado por la Whermatch en plena consunción del Reich. Si se recuerda, mientras la esvástica se consumía en llamas, Goebbels había creado las milicias de la Volksstrum, compuestas por unidades populares de alemanes varones en edades comprendidas entre los 16 y los 60 años.

Rothmann ha escrito una novela de fuste (acaba de ver su segunda edición). Una novela de alemanes, que la hace distinta más allá de su calidad literaria.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios