De libros

Un amor de ida y vuelta

  • Con un enorme amor al lenguaje y al misterio que atesora toda palabra, Fernando Iwasaki explora el español, desde la perspectiva de quien conoce a fondo sus dos grandes orillas

El escritor peruano afincado en Sevilla Fernando Iwasaki (Lima, 1961).

El escritor peruano afincado en Sevilla Fernando Iwasaki (Lima, 1961). / d. s.

En Las palabras primas se recogen una porción de textos que Fernando Iwasaki ha dedicado a una perplejidad, no sólo literaria, sino vital, cual es su doble condición de extranjero. Dicha extranjeridad, no obstante, se circunscibe al timbre y los usos del idioma, vale decir, a un modo particular de cortar el castellano, que implica que cuando Iwasaki está en su Perú natal lo reputan de español, pero cuando está en España no lo confunden nunca con un nativo. A esta doble extrañeza, fruto de la azarosa proliferación del idioma, debe añadirse su origen japonés y la forma en que lo nipón -el idioma de su familia paterna- ha prefigurado oscuramente sus días.

Todos estas piezas literarias guardan, pues, una unidad esencial que atañe a la naturaleza del lenguaje y al modo en que difiere de una orilla a otra, de un país a otro y de un siglo al siguiente. Cabría decir, por tanto, que este ensayo de Iwasaki, galardonado con el Premio Málaga de Ensayo, pretende mostrarnos el alma del idioma (asunto que tanto dio que hablar en las postrimerías del XIX, y cuyas nefasta elongación política aún padecemos); y, en consecuencia, mostrarnos el modo en que dicho idioma nos atraviesa, nos adultera y nos conforma. Sin embargo, la intención de la presente obra es justamente la contraria. Digamos que su intención, manifestada con una oportuna mezcla de erudición y humor, no es otra evidenciar cómo los hombres han conformado, durante siglos, su lengua. En este sentido, Las palabras primas es un breviario ultramarino donde se precipita el idioma como en un vasto depósito cultural, en el que se van sedimentando las pasiones, las costumbres y los sueños de quienes los utilizaron. Se trata, en definitiva, de una estupenda refutación de aquella utillería romántica que llega a Heidegger, y que nos representa al hombre como a una criatura del Greco transida y sojuzgada por el lenguaje. Con lo cual, toda la divertida exploración filológica que aquí se incluye se dirige a desautorizar tal supuesto. Y es contra aquella pureza liminar de las palabras como vemos crecer, en estas páginas, la arboladura y el bulto de la palabra fandango, de inesperado origen americo-africano; y también la adquisición equívoca y tortuosa de la palabra patata; o la extraordinaria evolución del término polla, cuya continuidad, desde su primitiva significación de apuesta, de ganancia, de premio en los juegos de azar del XVI-XVII, hasta el grosero sentido que hoy posee, Iwasaki persigue en el último ensayo de este volumen.

Son muchas las apreciaciones que aquí se recogen sobre esta aventura secreta del idioma; y en concreto, sobre la aventura americana de ida y vuelta con la que el español se ha ido fortaleciendo en los últimos cinco siglos. Este es, al cabo, un libro de amor al lenguaje, y por tanto, un encendido elogio a su función y su urdimbre, así como al misterio que atesoran las palabras (recordemos que Iwasaki se formó como historiador en Lima) por el mero hecho de haber atravesado, como se dice en Las mil y una noches, "las naciones de los pasados y los pueblos de lo pretérito". Lejos, pues, de aquel idioma descendido sobre una humanidad contrita y sobrecogida, lo que encontramos en estas páginas es la floración caediza, humilde, persistente, la articulación histórica de las palabras, y el modo en que sirvieron a los hombres que le dieron vida. En gran medida, las palabras son los residuos gráficos y sonoros de otra hora del mundo. Y es este análisis, esta exfoliación de los términos que han llegado hasta nosotros, lo que nos permite concebir la textura y el grosor de un tiempo que no nos pertenece.

Contaba Carpentier que Cortés escribía al César Carlos refiriéndole la insuficiencia del castellano para describir la maravilla y la extrañeza de la Nueva España. Ese mismo estupor, una similar conciencia, es la que quizá llevara al inquisidor Landa a poner por escrito las cosas del Yucatán. Esa extranjeridad esencial es, probablemente, la que también impele a Fernando Iwasaki a interrogarse, ya en el epílogo del libro, sobre el idioma de sus mayores; sobre esa misteriosa grafía, la grafía del japonés, venida desde el confín del mundo, y que sin embargo encierra la huella, el calor, el tacto de lo amado. Será en esas palabras, en su enigmático dibujo, donde acaso se crucen y conserven dos fantasmagorías: el fantasma de lo que ya no está; el trémulo fantasma de quien lo evoca.

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