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Historia urgente de la violencia

  • Errata Naturae reúne en un volumen ocho reportajes que ganaron el Pulitzer y que narran delitos de sangre que conmocionaron a la sociedad estadounidense y quedaron grabados en su memoria colectiva.

Un joven soldado, incapaz de superar la resaca brutal de los servicios prestados a la patria en la Segunda Guerra Mundial, puede ser un asesino. Puede tener graves trastornos mentales, salir a la calle en un pueblecito cerca de Nueva York, con una pistola en la mano y una serie de pasajes atroces del Antiguo Testamento retumbándole en la cabeza, y matar a cuantas personas alcance con la esperanza de que entre ellas se encuentre, para recibir cumplido castigo, la que le robó la noche anterior el postigo nuevo de su patio trasero. Una turba sin rostro y con miles de brazos puede asaltar una cárcel, hacerse con los dos secuestradores de un niño al que mutilaron después de quitarle la vida, colgarlos de un árbol y quemar sus cuerpos entre aullidos guturales; para después volver a su habitual condición de pequeña comunidad tranquila y temerosa de Dios asentada en la localidad californiana de San José. Asesinos pueden ser también unos universitarios sofisticados, cínicos, arrogantes e intelectualmente deslumbrantes, dos muchachos que en su delirio megalómano consideran que segar una vida para buscar "la mayor de las emociones" es "tan justificable como lo es que un entomólogo empale un escarabajo en un alfiler". O bien dos muchachos devastados por el nihilismo, con todas sus emociones aparentemente desecadas excepto el odio, que irrumpen en su instituto, en Columbine, y entre risas espeluznantes que reverberan en los pasillos vacíos disparan a bocajarro contra sus profesores y compañeros, con especial fijación por los deportistas, los populares de turno. Incluso puede darse el caso de un asesino confeso, como Lee Harvey Oswald, cuyo encarcelamiento es a pesar de todo insuficiente para despojar la muerte del presidente Kennedy de la sombra ominosa de los relatos incompletos.

Hay innumerables tipos de asesinos, tantos como crímenes puedan cometerse, y en cierto modo todos nos hablan, continuamente, de la tensión entre el individuo y la comunidad, de las complejas fronteras entre culpa y responsabilidad, de la vieja cuestión filosófica del yo y sus circunstancias. Todos nos hablan, de un modo perturbador -en la medida en que con tanta frecuencia ni siquiera ofrecen el amargo consuelo de la completa comprensión-, a través del espanto y de las respuestas que suscitan, a través de la quiebra de la norma que representan, de la sociedad a la que agreden.

Seguir ese rastro, contar la historia del siglo XX en Estados Unidos a partir de las páginas de sus periódicos salpicadas por la sangre y la conmoción, es lo que se propone Asesinato en América, un volumen publicado por Errata Naturae y que recoge ocho trabajos (la mayoría compuestos por una serie de reportajes en orden cronológico), todos ellos ganadores del premio Pulitzer y en los que se narran otros tantos delitos de sangre que por motivos de diversa índole provocaron en su momento un gigantesco seísmo emocional en la sociedad estadounidense de tal magnitud que hoy siguen enraizados en su memoria colectiva. Al fin y al cabo, aunque todos los rincones del mundo tienen su crónica negra, es en Estados Unidos donde más paralelismos se han propuesto entre su ideal del self-made man y el psycho-killer, éste como reverso perverso y atroz del primero: ángel uno y demonio el otro, pero ambos seguidores de su mística del individualismo. También fue en aquel país donde A sangre fría inauguró una tradición, en su día no exenta de polémica, que dio rango de literatura a la fascinación morbosa que en todas las épocas han suscitado los estallidos de violencia.

No obstante, los textos de Asesinato en América están muy lejos de la elaboración y la (inevitable) fabulación de la famosa novela-reportaje de Truman Capote. Son testimonios hechos sobre el terreno, informaciones de urgencia -en muchos casos de una exhaustividad y una amplitud de fuentes asombrosas-, reportajes escritos en un estilo ágil y directo, vaciado de retórica y por lo general también de opiniones. En casi todas las ocasiones la postura moral no es explícita, sino que reside en la dirección de la mirada, en lo que se decide contar o no, esa manera tan característica del periodismo americano de entender la objetividad, posiblemente la forma más honesta de acercarse a ese inexistente grado cero de implicación y error en la explicación de un hecho.

Con frecuencia los textos se presentan tan en los huesos que de su lectura se desprende efectivamente una especie de "solemnidad descarnada", como señala Simone Barillari, el editor del libro, a propósito del reportaje incluido de Meyer Berger, legendario cronista del New York Times encargado de cubrir la matanza perpetrada por Howard B. Unruh, considerado el primer asesino en masa de la historia del país. A veces la precisión descriptiva es tan rotunda que resulta impactante, como muchos pasajes de los reportajes del Denver Post sobre la masacre del instituto Columbine, al igual que la serie de reportajes que publicó el Miami Herald sobre Los Ángeles de la Muerte, una secta que practicaba asesinatos sacrificiales y contra la que las autoridades vacilaron -es decir, tardaron- en actuar para evitar acusaciones de persecución por motivos de religión y raza (su líder era negro) y, según varias fuentes de la investigación, porque las víctimas eran pobres, la gran mayoría vagabundos.

Especialmente desasosegante resulta el caso del francotirador que durante dos años tuvo aterrorizado a un pequeño pueblo de montaña, donde debido al clima de sospecha y paranoia la convivencia se degradó hasta el punto de que todos sospechaban de todos. También la crónica del asesinato de Kennedy tiene algo sobrecogedor, sobre todo cuando su autor, Merriman Smith, relata el viaje en el Air Force One hasta Washington, con Lyndon B. Johnson jurando su cargo en pleno vuelo junto al ataúd de su antecesor, horas antes "sonriente y lleno de vida" por las calles de Dallas.

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