Cataluña está que arde y al resto del país le hierve la sangre. Puigdemont da un portazo a España como el adolescente que amenaza con irse de casa porque no le dejan llegar más tarde de las dos. ¿Aplicamos el 155? ¿Detenemos al rey desnudo? Los independentistas han logrado que no se hable de otra cosa, aunque Artur Mas admita que Cataluña no está lista para largarse de casa. Y no se habla, por ejemplo, de que Cádiz sumó uno de cada cuatro parados de toda España en septiembre. Ni de las estrategias para potenciar el turismo sin cargarse la gallina de los huevos de oro. Ni del sectarismo venenoso que pellizca a nuestros dirigentes. Mejor charlamos de Rajoy y de su falta de iniciativa. O de las noticias falsas. O del papelón de Televisión Española el 1-O, cediendo la cuota de pantalla a la propaganda separatista. Por lo visto alguien pensó, como Rajoy, que no hubo referéndum.

Hablamos de Cataluña y buceamos en su historia como si nos fuese la vida en ello. Ya lo sabemos todo de Tarradellas y Companys a la vez que ignoramos el legado de los doceañistas. Tú le preguntas a un político gaditano por Cataluña y te larga un discurso de media hora sin respirar. Pero le preguntas cómo mejorar el transporte público o cómo reducir las listas de espera del SAS y se le pega la lengua al paladar. Censuramos la Educación que se imparte en Cataluña con el celo y el empeño que luego nos faltan para mejorar la educación pública de nuestra comunidad. Aquí, por no haber, no hay ni profesores de Física y Química para las sustituciones. Y desde el desdén atendemos a las pérdidas de las empresas catalanas mientras los comerciantes gaditanos claman en el desierto y se preguntan si el alumbrado navideño brillará a la próxima. Ningún asunto doméstico merece nuestra atención. Ni el bono social se somete a un debate serio, ni la economía sumergida se ataja con determinación. Todo requiere una pensada y da muchísima pereza imaginar un plan para relanzar la industria de la Bahía.

Derechos Humanos denuncia que los responsables gaditanos de Asuntos Sociales son unos cafres, pero la miseria que acompaña a miles de personas, aquí, a la vuelta de la esquina, al parecer tampoco importa. En lugar de preguntarnos por qué no llegan inversiones, nos parece más divertido -y hay que reconocer que tiene su retranca- inquirir por qué Puigdemont no ha visitado a las 900 víctimas tras el 1-0. Si todo el ingenio que desplegamos en las redes sociales se invirtiera en el porvenir, esta provincia sería imparable. Pero Cádiz nunca toca. Y quienes intentan vivir de su trabajo y de su talento, comprueban que su buen juicio nada tiene que ver con el del alto mando. El ciudadano, cuando el poder se instala en la calle, quiere que sus gobernantes restablezcan el orden y sientan la misma preocupación que cala hasta los huesos. Pero el Gobierno se mantiene impasible a verlas venir, y la izquierda, muy dividida, señala a la derecha a la vez que es incapaz de construir algo sólido, entre absurdos errores y excesos. Nadie rebaja el tono y nuestros gobernantes parecen hipnotizados ante la revolución: ni la integración del puerto y ciudad, ni la recuperación del frente marítimo, ni la incorporación de los universitarios al mercado laboral logran un minuto de su tiempo. Sólo están atentos a la pantalla del móvil, mientras Cádiz continúa cuesta abajo.

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