Crítica de Cine

Aquí sí hay quien viva

Salidos de un molde fabricado entre retazos de Tati, Andersson y Kaurismaki, los personajes de la cuarta película de Samuel Benchetrit (Janis y John, Chez Gino) habitan un mundo extraño bajo el que respira una realidad de solitarios e incomprendidos, almas perdidas y aisladas sin otro espejo que el de sus semejantes en el extrarradio de la banlieu proletaria, marciana y multicultural.

Asphalte, como reza en su título original, nos lleva a los márgenes algo extraterrestres de la ciudad posindustrial, a un edificio feo, estrecho y semirruinoso. Allí viven, sin cruzarse, el huraño vecino del primero (Gustave Kervern), quien tras sufrir un accidente casero se ve obligado a ir en silla de ruedas y a utilizar ese mismo ascensor por cuya reforma no ha querido pagar a la comunidad; una Isabelle Huppert trasunto de ella misma, actriz en horas bajas, recién mudada frente al piso de un joven que vive solo ajeno a la historia del cine moderno de la que ella fue protagonista; y también un astronauta de la NASA (Michael Pitt) recién aterrizado en la azotea y que se esconde en el piso de una mujer de origen musulmán a espera de instrucciones oficiales. No muy lejos anda también Valeria Bruni-Tedeschi, melancólica enfermera de guardia y objeto de la mirada y el deseo platónico de nuestro desgraciado vecino del primero.

Con esas criaturas extrañas dispuestas en pares y predispuestas en un espacio cerrado en formato 1:33:1, Bencherit compone viñetas de la tristeza, la soledad, el absurdo y, oh sí, la esperanza y el amor, con un sentido de la comicidad frío, mudo y elíptico que deviene necesariamente empático. Algunos gags funcionan de manera elocuente y brillante, pero la deriva del filme apunta a la redención y a cierto buenrollismo edificante que atempera sus destellos de humor negro, su conseguida atmósfera al vacío y ese extrañamiento de lo real que lo hacían singular y estimulante.

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