Crítica de Cine

Natalie Portman reina en un Camelot de luto

Natalie Portman reina en un Camelot de luto

Natalie Portman reina en un Camelot de luto

Tras haber conquistado un sólido prestigio con sus primeras películas -Fuga (2006), Tony Manero (2008) y Post Mortem (2010)- el chileno Pablo Larraín fue internacionalmente reconocido tras obtener un premio en Cannes y ser nominado al Oscar a la mejor película de habla no inglesa por No (2012). Siguió su ascenso en festivales y premios con El club (2015) y Neruda (2016). Estos éxitos le han permitido debutar en Hollywood con esta coproducción chileno-estadounidense (con Juan de Dios Larraín y Darren Arronofsky al frente) en la que sigue desarrollando, tal como hizo en Neruda aunque lógicamente en otro tono, su aproximación a personajes célebres -aquí Jackie Kennedy en los instantes y días posteriores al magnicidio de Dallas- con un estilo sumamente creativo que hace un retrato emocional y psicológico de la protagonista con las pinceladas sueltas de secuencias no ordenadas cronológicamente y planos no sometidos a la rutina narrativa.

Larraín basa el efecto dramático de su película en la intensa y espectacular interpretación de Natalie Portman; y su impacto estético en la creativa combinación del montaje del chileno Sebastián Sepúlveda y la sobria y creativa música de la compositora británica Mica Levi (conocida también como Micachu cuando canta y toca con su grupo Micachu & The Shapes). No es fácil ver una película en la que el montaje y la música se asocien con tal perfección para arrastrar al espectador en una marea de imágenes que crean la verdadera sustancia dramática, narrativa y significativa. Los diálogos apenas son relevantes. El peso recae por completo en el rostro de Portman, el montaje de Sepúlveda y la música de Levi, instrumentos de enorme potencia creativa en manos de Larraín. Sería injusto no sumar la dirección fotográfica del francés Stéphane Fontaine, cómplice de Audiard en El profeta o De óxido y hueso, que dota a la película de una cruel transparencia en la que el color -desde la sangre del presidente manchando el rostro y la ropa de Jackie hasta el velo negro del funeral- es un importante elemento expresivo.

El único reproche que le hago a la película es una debilidad del guión de Oppenheim (premiado en Venecia), tal vez por miedo a que el espectador medio perdiera el hilo, que utiliza la entrevista entre Jackie y el periodista de Life Teddy White -que tuvo lugar en la casa de los Kennedy de Massachusetts una semana después del entierro- para tender un hilo narrativo convencional. Así se facilita (innecesariamente) la comprensión pero se sacrifica en parte el gozo de dejarse llevar por la marea del montaje y la música, convertidas en flash-back al insertarse en el bastidor lineal de la entrevista. No era necesario este hilo de Ariadna para que el espectador se orientara en el hermoso laberinto de imágenes, músicas y silencios que hacen la grandeza de esta película.

Nota para los no aficionados a la comedia musical: el importante papel que juega una canción de Camelot se explica tanto por la preferencia de Kennedy hacia ella como por la identificación entre la joven, inteligente y bella corte de JFK en la Casa Blanca y el idealizado mundo de la comedia musical de Lerner y Loewe que triunfaba en Broadway (interpretada por Richard Burton y Julie Andrews) en 1961, cuando ganó las elecciones. En la entrevista de Life Jackie repitió los últimos versos de la canción -"No olvidemos / que una vez existió un lugar /que durante un breve pero brillante momento fue conocido como Camelot"- añadiendo: "Habrá otros grandes presidentes, pero jamás volverá a haber otro Camelot". Y nació el mito del Camelot de John y Jackie Kennedy.

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