Con lo sencillo que era antes. O pedías caramelos, o cera. Y ya está. O te tocaba un sugus, o ponías tu bolita de cera a ver si había suerte. Sin engaño, ¿eh? Bolas de las de verdad. Sin trampa... ni papel de plata.

Mientras, llegaba el tío de las avellanas con esos paquetes envueltos en celofán, tres en una sola mano, alzada para que se vieran bien. Y el mandil blanco con los bolsillos llenos de paquetes por vender. Y así transcurrían las tardes, viendo pasar tramos y tramos de nazarenos mientras mi bola crecía a base de paciencia y buena voluntad.

Pero los tiempos cambian, o más bien los años pasan. Y traen nuevas modas. Llegaron las estampas y medallitas que casi acaban con los caramelos. Hasta hoy, cuando todo se ha convertido en un verdadero merchandising del mundo cofradiero. Los nazarenos reparten broches, caramelos personalizados, nazarenos de fieltro, pulseras con los colores de la hermandad, armaos de metal... Hasta tarjetas de candidaturas a hermano mayor he llegado a ver. Y agradecida por tantos detalles, pero quiero contarles el más especial. Sucede cada año y desde hace muchos en la Hermandad del Cachorro. No sabría decirles cuántos. Como siempre, a las 15:30 ya estoy apostada a las puertas de la Basílica del Cristo de la Expiración. Quince minutos más tarde comienza a salir la cofradía. La cruz de guía, un tramo, otro, otro, hasta que de repente un nazareno alto, con sus guantes blancos, llama mi atención tocando mi brazo. Lo miro y deposita en mi mano un nazarenito del Cachorro hecho en barro, con su capa de color marfil y el antifaz negro con la cruz de San Juan. Y así cada año. Siempre. Nunca falla. Si llueve me busca entre la muchedumbre y vuelve a depositar otro nazarenito en mi mano. No se quién es, ni se cómo se llama. Nunca muestra su rostro, ni suelta una sola palabra. Sólo sé que en mi casa tengo un tramo de nazarenos del Cachorro. Y oigan, ¡ya tienen una antigüedad!

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