Sociedad

Ben Bradlee, que estás con nosotros

  • El director del 'Washington Post' que destapó el escándalo del Watergate muere a los 93 años.

Rafael Cansinos Assens escribió en su novela La huelga de los poetas que "el despacho de un director de periódico es siempre algo tenebroso y peligroso, como la cámara de un submarino". Cansinos fue reportero en Madrid entre 1906 y 1919 y seguramente en aquella época y en esa ciudad el gabinete de un director de periódico y éste mismo eran así.

No hay constancia de que Bob Woodward y Carl Berstein tuvieran en 1974 esa sensación cada vez que eran llamados por Ben Bradlee, director del Washington Post, a su despacho para saber qué se traían entre manos los dos redactores enfrascados en el caso Watergate. Que de ellos se apoderaba el canguelo y que a los dos les temblaban las piernas, seguro. Si nos atenemos a la muy fiel versión cinematográfica que hizo Alan J. Pakula de aquella historia, con Robert Redford y Dustin Hoffman en el papel de los plumillas y al gran Jason Robards haciendo de Bradlee, las correcciones que hace el director a una de sus primeras informaciones -en la redacción, no en su despacho, y con un rotulador rojo como si fuera una motosierra- es para salir corriendo, dejar la profesión y dedicarse a cualquier otra cosa. "Mierda, chorradas", escupe Bradlee para calificar el trabajo de Woodward y Berstein, que bajan a la tierra con el ego de novatos crecidos hecho unos zorros, aplastados por esas palabras y fulminados por la mirada del director. "La próxima vez traed pruebas", les ordena.

Bradlee murió ayer, a los 93 años, en Washington. Con alzhéimer. Woodward y Berstein se refirieron a él como un periodista con "valentía de un militar". Y como un soldado, estuvo con los suyos. Si la redacción era una trinchera -y la del Washington Post lo fue en aquellos meses-, el director estaba en el agujero, no en los salones del Estado Mayor. Bradlee sabía que los dos redactores estaban apuntando alto, demasiado alto: a la más alta institución del Estado, la Presidencia. Y él no estaba dispuesto a dinamitar los cimientos de la Casa Blanca por muy republicano que fuera su inquilino (Bradlee nunca ocultó su simpatía por el partido demócrata ni su amistad con John F. Kennedy). Estaba en juego bastante más que la continuidad de Richard Nixon en el Despacho Oval. Y no podían permitirse ni un fallo. Si la cagaban, no haría falta pelotón de fusilamiento. Si habían estado dando pábulo a la "chifladura de unos cubanos locos" a los que les había dado por asaltar las oficinas del partido demócrata en el edificio Watergate y nada más, él mismo les reventaría la sien. La última bala sería para él. El cañón en la boca.

El director, además, tenía un apoyo inestimable, fundamental: el de la editora y propietaria del periódico, Katharine Graham, que encontró en la tenacidad y el ímpetu de Bradlee el aliado perfecto, su hombre de confianza, la espalda en la que depositar la carga para levantar una redacción infectada por el muermo y la desgana. El Washington Post había estado naufragando durante demasiado tiempo en la mediocridad, con un período gris en el que ni siquiera era el primer ni más importante periódico de la capital de Estados Unidos. Bradlee no defraudó a Graham, menos aún cuando supo por Berstein que el antiguo fiscal general, John Mitchell, director de campaña de Nixon y enfangado en el escándalo, le gritó al teléfono cuando el reportero lo llamó para contrastar la información: "¿Piensan publicar esa mierda? ¡Es todo mentira, y Katie Graham va a pillarse las tetas en una máquina de escurrir si se publica!". Bradlee autorizó a Berstein a publicar la conversación con el alto cargo sin la referencia explícita a las tetas de la editora y sin prevenirla. Ésta supo del episodio después. De haberlo sabido en su momento habría dado su consentimiento, narra Graham en sus memorias.

Ya saben qué ocurrió: Bradlee estuvo al lado de sus muchachos. Éstos trabajaron duro y acertaron. No la pifiaron. El Post alcanzó la gloria, los estadounidenses olieron a qué apestaba su Gobierno y Richard Nixon subió al helicóptero y dijo adiós con la mano y se perdió en el cielo de Washington. Un periódico había destapado las mentiras de la Administración estadounidense y el presidente de la nación dimitía, dejaba el cargo.

Y lo hizo porque este tipo llamado Bradlee tuvo desde día una obsesión: la verdad. Le importaba mucho que Nixon mintiera, le jodía, pero le indignaba aún más que su periódico recurriera a embustes para denunciarlo. Si Woodward y Berstein eran incapaces de demostrar con veracidad que la pandilla -como la llamó Philip Roth- era una caterva de tramposos instalados en el poder gracias a sus tejemanejes, no habría nada, la rotativa no imprimiría ni una sola letra.

No fue así. Y la historia -aunque hayamos vuelto a las andadas- cambió. Y no fue cuestión de suerte. En otro momento de aquel proceso, Woodward cometió el error de apelar a la suerte. Primero, Bradlee lo fulminó de nuevo con su mirada. Y después le respondió que entonces le llevara la suerte a la redacción. En esta profesión no hay suerte. Y si la hay es de la mala. Por eso algunos se rajan y la abandonan para hacer fortuna. Por ahí. Donde sea.

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