Cultura

La luz que se apaga

  • El cantaor simboliza los cantes ligados, directos, justos. Su historia es la de este arte marcado por la precariedad

Cuando cumplió 80 años, en 2007, le pusieron una calle en Cádiz. Es una calle estrecha, pequeña, al comienzo del barrio de Santa María. Muy cerca de la de su maestro Aurelio (también un pequeño callejón, en este caso junto al puerto). Cruzando todo el casco antiguo, en el corazón de La Viña, está la de otro de sus admirados paisanos, Pericón, con el que compartió ese gusto por la vida, ese cantar y contar, esa sal que se esparce al universo mundo gracias a la mar.

Chano pertenece a esa larga tradición de cantaores decidores ingeniosos gaditanos, esa cadena que se llama Diego Antúnez, Ezpeleta, Pericón, Beni. Chano es Cádiz. Mesura, garbo, sutileza, finura. Un cante marcado por una geografía: sol, azul del cielo, cal, verde mar, piedra de los palacios dieciochescos. Equilibrio, sobriedad, justeza. Cantes ligados, directos, justos. Un repertorio arrumbado hoy en aras de otras fórmulas, otras geografías, más fotogénicas o grandilocuentes. Arrumbado en la propia ciudad por el auge del carnaval (pese a que nuestro cantaor ha sido un gran divulgador de los tanguillos). Chano es el último representante de esa estirpe de cantaores con chispa. Luz, más luz.

Su historia es nuestra historia reciente. De este arte y de este país, marcada por la precariedad, aunque con final feliz. De ahí el poso de melancolía. De ahí la hondura del que ha vivido, gozado y padecido, que no supieron ver los que lo consideraron un mero cantaor gracioso. Desde luego que tenía gracia, y el arte de contar. Anécdotas propias y apócrifas en el mismo discurso. De Caracol el del Bulto a los Tartessos, de Ezpeleta a Ava Gadner. En una ocasión tuve la oportunidad de compartir la intimidad de un largo viaje en tren de Sevilla a Madrid con el maestro. Todos estos personajes fueron desfilando ante mis ojos por mor de su verbo prodigioso, nos fueron acompañando desde la ventanilla del vagón, sobre los palpitantes bosques y lagunas de Sierra Morena, contra la pálida sordidez del llano manchego.

Ésta es la historia: el cante atrás, la modestia. La brega diaria del cante para el baile. Los discos están ahí, para que comprobemos si es cierto, como dicen, que cantaba mejor de viejo, cuando le llegó el éxito. La fuerza, el nervio, el amplio registro vocal, el timbre lleno de las grabaciones de los 60 y 70 lo desmienten. Era un cantaor completo, eslabón fundamental de la escuela gaditana, desaprovechado para el disco (en realidad nunca grabó joven: sus primeros registros lo pillan ya con cuarenta y tantos). Y el compás, que lo acompañó siempre. Cualquier intento de análisis de su obra exige un esfuerzo heroico ante esa maraña de grabaciones colectivas descatalogadas, reediciones en compañías fantasmas y bailes de fechas. Oído al cante (1973) es el gran referente en su discografía, aunque difícil de encontrar. Menos interesante por su apresuramiento, aunque más asequible, resulta Aromo (1987). Azúcar cande (2000) fue su última entrega.

Le cantó a Rafael el Negro y a Matilde Coral, con la que compartió en los últimos tiempos una desternillante tertulia radiofónica. Allí le escuchamos hablando de la temprana muerte de su padre, que le obliga a buscarse la vida como profesional del cante para el baile. Primero fue para un bailaor llamado Moncho, en la compañía de Pepe Blanco. Y luego para todos sus contemporáneos. Con Antonio recorrió el mundo. Le cantó en los principales teatros del planeta. Vestido, maquillado: a Chano le gustaba el teatro. Se declaraba discípulo de Mairena. Se basaba en él para montar los cantes. Mairena la inteligencia y Caracol el corazón. Y Cádiz: El Mellizo, El Morcilla, Aurelio, Pericón ...

Recibió el Compás del Cante, la Medalla de Plata de Andalucía y el Homenaje del Festival de La Unión, entre otras distinciones. Y ante, para, por, según, si, con y contra su cante y su vida, Cádiz. Luz. Más luz.

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