Cultura

De la insondable pervivencia de la fe

  • Un inverosímil pero real proyecto para crear en Las Vegas el mayor vertedero nuclear del planeta dio pie a este cautivador ensayo entre la memoria personal y el reportaje de largo aliento

John D'Agata. Trad. Carles Morera Soler e Inmaculada C. Pérez Parra. Dioptrías. Madrid, 2014. 208 páginas. 19,90 euros

Los lectores de David Foster Wallace, y con toda seguridad los de La broma infinita en particular, recordarán el formidable disparate de La Gran Concavidad-Convexidad, el vertedero creado por el Gobierno de Estados Unidos para almacenar en él, lanzándolos con catapulta, todos los residuos radiactivos producidos por las centrales nucleares del país; en la zona, en realidad uno de sus 50 estados entero (Maine), no tardan en proliferar seres aberrantes y deformes, desde niños de cabezas ciclópeas a mostruosas ardillas gigantes. Luego la cosa se complica aún más cuando el presidente de la nación, en su intachable neurosis, decide que la medida per-fec-ta para solucionar el horror desatado por él mismo y sus iluminados consejeros es acometer una reordenación de las fronteras del Estado, la cual pasa, grosso modo, por dejar fuera de Estados Unidos a Maine, que de rebote pasa a ser de facto territorio canadiense (provocando con ello una sublevación que incluye la irrupción de unos terroristas canadienses-francófonos en sillas de ruedas).

En fin. Un formidable disparate, sí. Y la cosa, sin embargo, es que despojado de la hipertrofia distópica de esa trama de la novela de Foster Wallace, y cambiando Maine por Las Vegas, así como el nombre del proyecto, La Gran Concavidad-Convexidad por Yucca Mountain, el núcleo de los hechos es, en líneas generales, más cierto que invención de un escritor genial y excéntrico. De hecho a día de hoy la iniciativa, aun a pesar de los vaivenes legislativos y de paréntesis de supuesta inactividad o momentos de vuelo bajo para escapar al radar de la prensa generalista, sigue vigente y nadie competente en el asunto lo ha dado por completamente descartado. De todo esto, tan inverosímil que, en efecto, sólo podía ser real, trata -en parte- Sobre una montaña, el fascinante ensayo de John D'Agata con el que -junto a La literatura como mentira de Manganelli- debuta Dioptrías, un sello especializado en no-ficción literaria.

Es francamente difícil definir esta obra de D'Agata (un autor que en su momento, y como vemos no es de extrañar, recibió encendidos elogios de Foster Wallace). Híbrido verdaderamente inclasificable, el libro parte de la memoria personal (el germen fue la temporada que vivió D'Agata en Las Vegas para ayudar a su madre a instalarse en la ciudad, a donde se mudó por un trabajo), se afianza sobre una rigurosa y amenísima investigación periodística (el libro no deja de ser también una gran reportaje mutante) y finalmente, con un tono de ligereza y claridad en el fondo sólo aparentes, cobra vuelo en su exploración del asombro y la extrañeza como catalizadores de esos temblores del pensamiento y la emoción que solemos asociar a la experiencia de leer poesía.

Hay otro motor en este libro, que a pesar de abordar el estrepitoso derrumbe moral de las sociedades modernas, lo hace con una inusual serenidad de ánimo, por momentos incluso con esperanza, algo aún más llamativo tratándose de un autor que pertenece a una generación y a un país en cuya literatura reciente la rabia, el cansancio, el desconcierto y hasta el aburrimiento han desembocado en no pocos casos en formas bastante frívolas del cinismo o el nihilismo. Ese otro motor, decisivo, fue una muerte; la de un adolescente que, en pleno revuelo en Las Vegas ante el debate en el Congreso del plan para crear el mayor almacén de basura nuclear del planeta en el interior de una montaña a 150 kilómetros del centro urbano de la ciudad, subió a la azotea del casino más alto de ésta, el mamotreto imposible del Hotel Stratosphere, y desde allí se arrojó.

"Más vale una verdad cruel -escribió Edward Abbey y lo recuerda D'Agata- que una ilusión incómoda". En su intento de comprender la muerte de ese adolescente, su NO terrible, definitivo y a fin de cuentas insondable, D'Agata desembocó en los 156 kilómetros de túneles dentro de Yucca Mountain que excavaba entonces el Gobierno para después, durante los siguientes 40 años, llenarlos con casi 80.000 toneladas de residuos nucleares y sellar la montaña con sus siete billones de dosis de radiación letal dentro, suficientes para matar a todos los habitantes de Las Vegas, apunta el autor, no una sino "cuatro millones y medio de veces", en el caso de que durante los siguientes 10.000 años se produjera algún desastre, aunque informes menos interesados que los del Departamento de Energía fijan ese plazo mínimo de seguridad en más de un millón de años.

Ésta era la verdad cruel. Por supuesto, el futuro es la ilusión (lo que siempre fue). Esa abstracción -el tiempo- con efectos tan reales -la muerte, la destrucción, la inexorable transformación de todo en otra cosa: que se lo digan, si no, al primer explorador español que siglos atrás se adentró en Las Vegas cuando aún era una interminable extensión verde y fértil, "una gran mentira dentro del desierto", lo describió él- está en los rincones y los huecos en blanco de todas las páginas del libro. Que trata de lo ilimitadamente conmovedores, estúpidos, absurdos, frágiles, tiernos y fascinantes que somos los seres humanos; de las sofisticadas maneras en que la política disfraza la corrupción de virtud piadosa; de Las Vegas y la honda tristeza que ocultan sus espectaculares carteles de neón; de los límites del lenguaje y la comprensión humana (no tienen desperdicio los pasajes sobre la comisión científica interdisciplinar a la que se encargó redactar el mensaje del cartel de advertencia que se colocaría en el perímetro de la montaña, el cual debería ser comprensible para cualquier forma concebible de comunicación humana).

Aunque sobre todo trata de la fe: "Es un proyecto sobre tener fe en que podemos sacar esto adelante", como dice un antropólogo con el que habla D'Agata sobre ese cartel para las generaciones venideras (o no): "Pero también es un proyecto que requiere fe para creer siquiera que sea necesario. Hoy en día muchos científicos auguran que la raza humana no sobrevivirá más allá de unos pocos siglos, así que hay algo conmovedor en que el gobierno estadounidense asuma que es crucial advertir a nuestra descendencia sobre los peligros de los residuos nucleares: está suponiendo que tendremos descendencia".

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