Cultura

Una estética del XX

  • En esta excepcional guía, Franz Hessel recorre un Berlín hecho para el disfrute del que no quedaría rastro tras la Segunda Guerra Mundial.

Paseos por Berlín. Franz Hessel. Trad. Manolo Laguillo. Errata Naturae. Madrid, 2015. 288 páginas. 19,50 euros.

Hay un obvio paralelismo entre esta obra de Hessel y el ensayismo de su amigo Walter Benjamin. Pero no sólo en cuanto concierne al flâneur, al paseante ocioso de la gran urbe, que ya ha sido consignado en su ensayo sobre Baudelaire y que está en el origen de su grande y enigmática obra de los Pasajes. La proximidad ideológica, la cercanía estética entre ambos escritores, quizá se revele de modo más preciso en La obra de arte en la época de su reproducción mecánica. Ahí Benjamin señala que, mientras el cine es un arte de disfrute masivo, anónimo, mancomunado, el arte del siglo XIX, los museos parisinos donde el diletantti observaba en profunda soledad las piezas artísticas, propicia un disfrute impar, y en cierta manera excluyente. Pues bien, el Berlin acopiado aquí por Hessel es un Berlín hecho para el disfrute. No un Berlín monumental, no un Berlín pintoresco y erudito, sino la ciudad moderna y fluctuante, silueteada por las luces de neón, que trasnocha en el cabaret, se remansa en las cervecerías y vivaquea en los parques.

Hay pues, una enorme diferencia, un sutil giro humano, entre el flâneur que representa Hessel en esta excepcional guía de un Berlín ya inexistente (la Segunda Guerra Mundial no dejó apenas rastro de la ciudad neoclásica ideada por Schinkel); hay un deslizamiento, digo, entre el flâneur parisino que Baudelaire poetiza en sus Pequeños poemas en prosa y este observador errático, de mirada penetrante, que ha fabulado Hessel, medio siglo después, en los Paseos por Berlín. Mientras que Baudelaire presta atención al tipo humano, al oficio pintoresco, a la marginalidad viciada, cruel o mendicante; mientras que Baudelaire observa y enjuicia al individuo, trascendido en categoría urbana, en Hessel estas tipologías, cercanas a la bohemia y el lumpen, se disuelven en una mirada optimista, estratificada y masiva. Ya no se trata, pues, como en el XIX de Stendhal y Bertrand, de acudir a la estampa historicista y la ruina venerable; y tampoco, como en Baudelaire y Rimbaud, de una lírica del desvalimiento. La soledad del flâneur que postula Hessel, el anonimato febril que se articula en sus páginas, es de diverso orden a aquél que proponía, entre la crueldad y el tedio, el alto magisterio baudeleriano. Se trata, más sencillamente, de inmiscuirse en las masas que copan la ciudad y el siglo; pero de inmiscuirse festivamente, celebrando el logro técnico, el nervio de los automóviles, la épica de los aviones y la alegre eficiencia de las operarias que trabajan en Siemens.

Digamos que en Hessel -y en Benjamin, no lo olvidemos- la ciudad y el hombre se corresponden en una dulce y frenética simbiosis. Una simbiosis, por otra parte, muy presente en la iconografía vanguardista, y que llegaría a su fin con los primeros heraldos de la guerra. Así pues, si en el Londres de Dickens y De Quincey, si en el París de Verlaine y Víctor Hugo, la ciudad es una extensión inhóspita y desmesurada, este Berlín de Hessel es una suerte de modesto Paraíso donde lo humano, donde su posibilidad, es hijo de la técnica y el orden; es hijo de la electricidad, la arquitectura y el comercio. En ese cruce de grandes almacenes y cafés nocturnos, es donde el hombre ha adquirido una libertad urgente e indiferenciada que lo encamina a los parques, a los cines, a los teatros, y en suma, a una civilidad cordial, flexible y mesurada.

Este orgullo por el conocimiento humano, en cualquier caso, implica necesariamente la visión histórica. Cuando Hessel pasee por Berlín, no será sólo el Berlín actual quien acuda a la imaginación del flâneur. Será el vasto precipitado histórico el que se sustancie en una porcelana, en un viejo figón, en óleos y huecograbados por donde se deslíe y se filtra el aroma de otra hora del mundo. Si hemos de leer históricamente a Hessel -y ésa es, al cabo, nuestra labor-, se percibe con claridad aquel error de Benjamin, extensible a toda la superficie de su siglo: la frágil hermandad entre el hombre y la técnica, que entonces pareció posible. Las fábricas eficientes, el brillo intacto de las máquinas, no fueron sino el preludio de una iniquidad mayúscula. Una iniquidad que, inadvertidamente, dormía en el vientre de la bienaventuranza glosada aquí por Hessel. En cierto modo, en estos dulces, morosos, inquisitivos, Paseos por Berlín, se encierra un presagio de nuestra hora y su imposibilidad científica.

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