Javier Gomá. Filósofo

"La libertad ya la tenemos, pero aún nos faltan las instrucciones de uso"

  • El director de la Fundación Juan March reflexiona sobre la vida pública en estos convulsos tiempos, en los que a pesar de todo, sostiene, "podemos afrontar el futuro con bastante confianza".

Pocos días después de que la editorial Taurus lanzase en formato de bolsillo los cuatro volúmenes que conforman la Tetralogía de la ejemplaridad (Imitación y experiencia, Aquiles en el gineceo, Ejemplaridad pública y Necesario pero imposible), Javier Gomá (Bilbao, 1965), pensador clave en el discurso filosófico contemporáneo y autor de otros títulos imprescindibles como Todo a mil (2012) y Razón: portería (2014), acudió a Málaga para participar en los actos del décimo aniversario de la ETS de Arquitectura. Antes, atendió a este diario para esta entrevista.

-Hablando de ejemplaridad, ¿podríamos distinguir alguna etapa histórica que haya sido especialmente favorable a la misma?

-El concepto de ejemplaridad tiene muchas facetas, y la primera de ellas, al menos para mí, no es moral. Tiene más un aliento ontológico. En la Tetralogía abordo la ejemplaridad desde ángulos muy distintos, y sólo en el último capítulo del libro Ejemplaridad pública abordo la ejemplaridad política. Hay que distinguir también entre ejemplo y ejemplaridad. Los ejemplos son prácticas cotidianas que pueden ser positivas o negativas, pero la ejemplaridad siempre es positiva, porque es un imperativo moral, como si habláramos de valentía. La ejemplaridad, en este sentido, se mantiene en un plano de idealidad, no existe en el mundo real más que como aspiración o anhelo. Dicho esto, no creo que la actual sea una época mala para la ejemplaridad, sino todo lo contrario. Puede ser una época mala para los ejemplos, de hecho ahora afloran comportamientos que podríamos considerar sin duda como negativos. Pero, en la medida en que proyectamos un reproche a través de la repulsa colectiva, estamos indicando que el ideal de ejemplaridad está muy vivo, en plena forma. La capacidad de escandalizarnos nos permite evaluar la distancia entre la situación presente y el ideal, y parece que tenemos bien medida esta distancia. Por último, hay que indicar que la ejemplaridad ha sido concebida siempre de manera elitista y aristocrática. Durante milenios, la sociedad se ha organizado a través de una minoría selecta y una mayoría que no tiene nada que ver con ella. Los miembros de esta minoría han estado siempre vinculados a una élite que ostentaba todas las formas del poder, el económico, el social, el ideológico, el religioso, el jurídico y el político, que no es más que el monopolio de la inducción a la obediencia a través de la ley. Normalmente, esta minoría ha sido propuesta como modelo de conducta y al resto no le correspondía más la docilidad, como decía Ortega. Pero ahora nos encontramos en una época distinta. Estas minorías han dejado de existir, vivimos en una sociedad democrática, más abierta, y la ejemplaridad ha dejado de ser aristocrática para ser igualitaria: todos estamos llamados a ser modelos para todos. No estamos llamados a la docilidad, sino a la inteligencia, a la razón, a la ejemplaridad. Cada ciudadano, de manera autónoma.

-Pero si la ejemplaridad es un empeño personal, ¿no juega en contra el escaso aprecio al individuo de la sociedad actual? ¿No requiere hoy la ejemplaridad una reacción nietzscheana?

-Las viejas élites tenían la ventaja de la claridad. Representaban un mundo ordenado, con pautas identificables. Pero hoy las potenciales fuentes de ejemplaridad son miles, y a través de las redes sociales se encuentran altamente atomizadas. Cada uno, ciertamente, acude a esas fuentes como quiere. Ya no basta decir que eres catedrático para que te presten atención, hace falta un plus. Y yo este proceso lo veo con enorme gozo, por más que ahora haya cierto desconcierto, lógico por otra parte, ya que en España estamos estrenando este nuevo mundo. Disponemos de una libertad para la que aún nos faltan ciertas instrucciones de uso. Todavía quedan mandarines de esas antiguas élites, incluidos los intelectuales de izquierdas. Ya no se concede autoridad a alguien por el mero hecho de que haya publicado libros, o por sus títulos, o por su origen. La legitimidad debe ir acompañada ahora del ejercicio.

-¿Por qué España parece más inclinada al descrédito que a la ejemplaridad?

-El problema que ha sufrido España en comparación con los países de su entorno es que nunca ha tenido clase media. Nunca. Sánchez Albornoz dijo que España es un país sin feudalismo y sin burguesía, esto es, sin el universo simbólico que la burguesía crea, fundamentalmente a través de la libertad y la propiedad. Así se crean instituciones como el Estado de Derecho, los Derechos Humanos, la división de poderes, la libertad de mercado... y también producciones culturales, como la novela, la ópera y la filosofía. Y España nunca ha favorecido la aparición de una clase media trabajadora desde que expulsara a los judíos. Los trabajos manuales han estado peor vistos que la carrera eclesiástica o militar. Pero es que tampoco ha tenido España una buena novela desde Cervantes, ni filosofía, ni música sinfónica, ni ópera. Esta situación no se solucionó hasta la Transición: ahí sí empezó a parecerse a los países de su entorno.

-Sin embargo, a menudo se repiten advertencias sobre la fragilidad del sistema, sobre la posibilidad de volver al pasado con cierto ánimo guerracivilista.

-Otros países llevan tres siglos educándose sentimentalmente para la libertad. Y España, que ha pasado dos siglos, el XIX y el XX, muy desastrosos, con guerras contadas por decenas y dictaduras, se estrena en la Transición con un comportamiento virtuoso que consiste en olvidar las cuentas pendientes para hacer posible la convivencia. Es un gesto de enorme civismo, propio de un pueblo maduro, capaz de resolver sus conflictos de manera pacífica. Es verdad, no obstante, que aún se perciben signos contrarios, de inmadurez, y hasta de una bisoñez impropia en virtud de la burbuja inmobiliaria. En el fondo, con una libertad muy joven y una riqueza que en gran parte no procede del trabajo, somos un pueblo muy burbuja. Por eso la crisis nos ha generado una enorme incertidumbre. Pero aquí, de nuevo, la ciudadanía ha reaccionado con madurez. Aunque la visión ha sido mayoritariamente inculta, también desde el estamento intelectual, la reacción sentimental ha sido muy cívica, pacífica, como si presintiera que lo que hemos ganado entre todos es mucho y que conviene no ponerlo en excesivo riesgo. Recuerdo que Esquilo hablaba de aquello de aprender por el dolor, y tal vez hemos aprendido a valorar lo que tenemos por el dolor.

-¿Es el optimismo, entonces, la postura procedente?

-A menudo me llaman optimista, incluso para halagarme. Pero no creo que lo sea. El optimista proyecta hacia el futuro bienes que no posee todavía, pero yo no hago presagios. Hago descripciones del pasado y del presente, y la constatación irrefutable es que el progreso moral y material es innegable. Y eso no nos debe llevar a pensar que el progreso pueda durar siempre: tal vez no lo haga. Además, a menudo el progreso se ha dado con retrocesos, con rodeos, no es lineal. Pero con los ojos de la filosofía, el progreso es innegable. A veces hablo con personas que se declaran antisistema y les pregunto en qué época histórica habrían preferido vivir, y todos optan por la actual, así que a lo mejor el sistema tampoco está tan mal. Una visión realista del presente nos dice que podemos afrontar el futuro con bastante confianza.

-Pero tal vez esa visión dice otra cosa si atendemos a casos particulares de sufrimiento.

-El progreso colectivo es incuestionable, pero es cierto que en la cuneta se queda mucha gente. Como dice Walter Benjamin, en el camino del progreso las víctimas se van quedando al margen. Esto es así, y es difícil reparar estas injusticias. Pero como proyecto colectivo, que es de lo que se trata, la mayoría ha mejorado en todos los órdenes. Esto no garantiza nada, pero sí nos da confianza.

-En cuanto a la cultura, ¿está España en condiciones de redescubrir su propio legado con ánimo, precisamente, de ejemplaridad?

-El concepto cultura, como el ser de Aristóteles, se dice de muchas maneras. Yo distingo cuatro clases de cultura: por un lado está el universo simbólico que comparten los miembros de una comunidad concreta, que determina de alguna manera las condiciones de posibilidad del pensamiento y que viene dada a través del lenguaje. Luego están los productos que crea una parte de la población, artistas, cineastas, escritores, los que se hacen llamar gente de la cultura a pesar de que constituyen una sección mínima de la sociedad. También está la industria cultural, que ejerce una función intermediaria, como los galeristas, museos, discográficas, editoriales, auditorios... Y por último está la política cultural, las medidas que se toman para la cultura en distintos órdenes administrativos, desde las instituciones continentales a las locales.

-En realidad me refería al segundo grupo...

-Al segundo grupo le importa un bledo todo. Yo escribí un ensayo sobre la vocación literaria en el que reflexiono sobre el enamoramiento hacia una obra a la que dedicas horas y más horas y que nadie te ha pedido, que haces por pasión y no por precio. Cuando existe esa vocación, independientemente del juicio, te da igual la política cultural, te da igual la industria, el IVA y el mecenazgo. Sacas tu obra adelante por encima de tu vida. Es verdad que tienes condicionantes: no es lo mismo nacer en EEUU que nacer en Guinea, tampoco es lo mismo meter tu obra en un cajón que convertirla en una mercancía que la gente compre, ni es lo mismo una administración que genere las condiciones necesarias para que aflore la creación que lo contrario. Pero el que tenga vocación, que es como un rapto, no piensa en nada de esto. Sólo demuestra fidelidad a su obra. Muchas veces creo que las condenas y reclamaciones nacen de una frustración de la vocación literaria. Si escribes una novela que realmente es potente, que produce una lectura, enriquecedora e iluminadora, no va a haber IVA ni nada que impida que los lectores la lean.

-Aunque sea post mortem...

-No, eso no es así. Una vez escribí un breve ensayo titulado Los genios desconocidos no existen, en el que propongo la tesis, muy difícil de refutar, de que un genio que realmente ha hecho una obra buena, si tiene una vida larga, siempre asiste a su propio reconocimiento, a su consagración. Salvo en muy contadas ocasiones, esto siempre es así. Es cierto que hay figuras recurrentes como la de Van Gogh, pero contra lo que dice este estereotipo romántico la evidencia es que no hay genios desconocidos. ¿Crees que vamos a encontrar ahora un genio del XIX, un Tolstoi, cuyas novelas estén metidas en un cajón? Yo te digo que no. La sociedad tiene siempre sed de obras iluminadores y reveladoras. Puede haber problemas de identificación, puede tardar más o menos años, pero termina dándose. Hay gente que se reconforta pensando que será descubierta post mortem, más allá de esta sociedad corrupta. Pero tengo una mala noticia: si tienes 75 años y nadie te conoce, lo siento, no te va a conocer nunca nadie. Si la sociedad no ha reclamado ya tu obra, es porque tu obra no ilumina.

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