Cultura

Aquel incierto verano

  • Al cumplirse cien años del origen de la Gran Guerra, nuevos títulos tratan de explicar los enigmas sobre la contienda más compleja y opaca de los tiempos modernos.

El político francés Albert de Mun pensaba que la guerra era un destino inevitable desde la crisis marroquí de 1905. Dos años más tarde el ministro austriaco de Asuntos Exteriores Aehrenthal confesaba que remover las cosas en los Balcanes era como jugar con material inflamable y avizoraba que la siguiente década sería testigo de graves sucesos. Para el futurista Marinetti la guerra no solo significaba un camino irreversible sino además una solución deseable a la degeneración de la vieja Europa. Y no fue el único artista que se pronunció en aquellos años a favor de este tipo radical de terapia.

Así pues, el arma estaba cargada mucho antes de que Gavrilo Princip apretase el gatillo el 28 de junio de 1914 en Sarajevo. Después sobrevino una tensa calma que sorprendió al káiser Guillermo II en su tradicional crucero de verano por el Báltico. Todos quisieron restar importancia al magnicidio confiados en que el sistema resolvería como había sucedido otras veces esta nueva crisis. Sin embargo, el 23 de julio el Imperio austro-húngaro planteaba un ultimátum a Serbia. Una semana más tarde Rusia movilizaba su inmenso Ejército en la frontera occidental. El 3 de agosto Alemania declaraba la guerra a Francia y no habían pasado veinticuatro horas cuando Gran Bretaña respondía con la misma decisión a los Imperios de la Triple Alianza. En cuarenta días Europa abandonaba un siglo de estabilidad (desde las guerras napoleónicas) y se internaba en una centuria de ritmo agitato y caracteres trágicos.

Un incendio, una inundación, un terremoto. Estas son las palabras de los testigos de la catástrofe. Todo pareció tan inesperado y, sin embargo, tan inevitable. El enigma sobre el origen de la Gran Guerra sigue presente cuando se cumplen cien años de aquel incierto verano de 1914. Y las librerías se han poblado de nuevos títulos que tratan de explicar la guerra probablemente más compleja de toda la historia. Sin duda la más opaca de los tiempos modernos. Se suman a una larga lista de publicaciones, tan abundante que haría falta una vida entera (de las nuestras, por cierto, no de las cercenadas en agraz por cañones y bayonetas) para leerlo todo. Quien lo haya hecho no encontrará demasiada información novedosa en los libros que vamos a comentar. No es fácil exhumar nichos de documentación relevante a estas alturas. Pero sí -y esto es lo importante- nuevas preguntas que nacen del contexto actual de un mundo policéntrico, cuyos hilos parecen mover poderes invisibles, sometido de nuevo a la incertidumbre y el azar. Un mundo complejo e indescifrable, ahora en el 2014 como antes lo fue en 1914.

Los cuatro relatos que hoy presentamos comparten este impulso de época, la nuestra, que aspira no solo a comprender sino a empatizar con las motivaciones, los miedos y las esperanzas de la generación de Stefan Zweig y Blasco Ibáñez. Sonámbulos, Cómo Europa fue a la guerra en 1914 de Christopher Clark y 1914. De la paz a la guerra de Margaret MacMillan son estudios analíticos. Escritos por especialistas de amplia trayectoria académica, se centran en el largo mes de julio que trascurre entre el atentado de Sarajevo y la ocupación de Bélgica. Aunque rastrean los antecedentes políticos y culturales del conflicto remontándose a finales del siglo XIX. Muy distinto es el libro de Max Hastings, 1914. El año de la catástrofe. Aquí la pluma del periodista y guionista de la BBC teje un vibrante relato del primer año de la Gran Guerra que combina la trama diplomática con la historia militar, dedicando novedosos capítulos a Serbia y el frente oriental. Concluye su narración en las Navidades de 1914 cuando las ilusiones de una campaña corta y heroica se habían trocado en angustia y desilusión. Finalmente, el veterano historiador Max Gallo con su inconfundible estilo directo, muy didáctico, nos regala una apasionante crónica de los acontecimientos de aquellos meses de verano y otoño en la que no oculta su compromiso con los valores de la República y del socialismo en el que milita: 1914. El destino del mundo.

Cuatro interpretaciones y muy diferentes angulares. Pero en común el deseo de ir más allá de la cadena de errores estratégicos, de la acumulación de oportunidades perdidas con la que se ha descrito muchas veces el inicio de la Gran Guerra. Se observa, en todos ellos, un interés renovado por los actores políticos del drama. Más aún por indagar en sus motivaciones. Lo que conduce a una relectura de sus historias personales y a la más difícil recuperación de su visión del mundo. El agotamiento de las explicaciones basadas en la lógica del ajedrez político puede estar detrás de este desplazamiento en el foco de interés dirigido ahora hacia la percepción individual de los hombres de Estado que tomaban las decisiones: el británico Sir Edward Grey, secretario de Asuntos Exteriores, el canciller Theobald von Bethmann-Hollweg y el jefe del Estado Mayor de Alemania, Helmuth von Molke; Leopold von Berchtold, ministro austriaco de Asuntos Exteriores y Conrad von Hötzendorf, el jefe del Estado Mayor del Imperio austrohúngaro; Joseph Joffre, comandante del Ejército francés, Sergei Sazonov, ministro ruso de Asuntos Exteriores, Nikola Pašic, presidente de Serbia…

Margaret MacMillan los coloca en el centro de su interpretación para tratar de responder a una pregunta que invierte los términos habituales del debate: ¿por qué fracasó la paz? ¿por qué no prevalecieron las fuerzas que la promovían? Su ensayo traza el camino de la reducción de opciones hacia el entendimiento, profundizando en el análisis psicológico de un número muy limitado de estadistas de quienes dependía el destino de Europa. Concede particular atención a las obsesiones de gloria y honor de los austriacos (Berchtold), al miedo al aislamiento de Alemania (Bethmann, Molke), sin olvidar el factor impredecible del azar: la muerte fortuita o el alejamiento de aquellos que hubieran podido detener la pendiente hacia la guerra (Hartwig, embajador ruso en Serbia; Kiderlen, antiguo ministro de Asuntos Exteriores de Alemania, o el propio archiduque Francisco Fernando partidario de la paz y la reforma del Imperio).

Abunda Christopher Clark en las trayectorias personales de los protagonistas por necesidades de método. En estructuras de poder poco compactas, en las que las individualidades podían determinar la decisión final del jefe del estado, el rumbo de la política tenía un componente de indeterminación que dependía muchas veces del ascendiente que pudiese ejercer el ministro de mayor confianza sobre el káiser o el monarca. Y estos todopoderosos estadistas atesoraban imágenes y relatos muy estereotipados sobre el destino que aguardaba a sus naciones. El proyecto político de Pašic, el líder serbio, era rehén del extremismo que bebía en las fuentes del programa de la Gran Serbia de Garasanin. Mientras que la rigidez del acaudalado conde de Berchtold o la personalidad obsesiva de Hötzendorf estaban aherrojadas a la imagen de la honorabilidad del decadente, pero bien administrado, Imperio austrohúngaro. Esta tensión entre los viejos tópicos de civilización que anidaban en la mente de los gobernantes y la necesidad de dar respuesta a los desafíos de un mundo cambiante impregnó aquella generación. Y explican, según Clark, que la coyuntura de mayor distensión aparente (el bienio 1912-1914) coincidiese con la mayor escalada bélica. Tanto que sir Edward Grey confió en exceso en la capacidad de Alemania para contener a Austria tal como había sucedido en la conferencia de embajadores de Londres de 1912, ignorando la gravedad de la tormenta política que se desató en junio de 1914.

La prensa, por último, jugó un papel fundamental como formadora de opinión pública que avivó, en ocasiones, los miedos más arraigados en la mentalidad colectiva. Max Gallo sigue de cerca el guión de los titulares de los rotativos franceses para adentrarse en la palestra donde combatían las voces del nacionalismo militarista con las de la conciliación y la libertad que él personifica en el socialista Jean Jaurés, otra víctima del radicalismo.

Los cuatro títulos coinciden, por tanto, en conceder a la conciencia individual de los protagonistas un papel crucial en la explicación de las decisiones que fueron determinantes en el mes anterior a la guerra. Personalidades que estuvieron condicionadas por su educación y su experiencia. Apegadas a los relatos que habían interiorizado acerca de la historia y el destino de sus imperios y naciones. En estas visiones asomaban no pocos elementos irracionales que podían llegar a prevalecer dependiendo de la balanza del poder, extremadamente fluida en estas arcaicas estructuras de Estado. Sucede como ahora, en estos tiempos de nuevo inciertos, cuando no acertamos a comprender el origen de las decisiones políticas, ni a distinguir el rumbo del mundo. Complejidad, opacidad y fluidez en la que nos reconocemos. Por eso la Primera Guerra Mundial nos parece tan moderna.

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