Manuel Gregorio González

Lenta ondulación del siglo

CUANDO, en 1925, el crítico alemán Franz Roh postula el término de "realismo mágico", se está refiriendo, no a una improbable corriente literaria, sino a cierto tipo de pintura en la que la realidad, el uso cotidiano, se presenta a nuestros ojos con el rubor y el sobresalto de lo extraño. Dos décadas más tarde, Uslar Pietri y Alejo Carpentier acudirán a dicha terminología para definir una literatura, principalmente americana, que sin embargo tiene su precedente y su excepción en la extraordinaria obra de Álvaro Cunqueiro. Como es sabido, Uslar Pietri usará la expresión de Roh, sin modificación alguna, para precisar este modo de hacer novela, en el que la realidad viene agravada y complicada por el espesor del mito. De igual modo, Carpentier acudirá al membrete de "lo real maravilloso" como una forma, tal vez más fina y más exacta, de subrayar el carácter fidedigno y veraz, en absoluto fantasioso, de su novelística. Esa misma realidad, vecina del asombro, es la que se nos ofrece, perdurablemente, en los Cien años de soledad de García Márquez.

Quiere decirse que las numerosas secuelas de esta magnífica obra, donde se abunda en lo mágico y lo inverosímil, tienen poco que ver con la intención primera del "realismo mágico". En Uslar Pietri, en Carpentier, en Miguel Ángel Asturias, así como en García Márquez, Rulfo, Arreola, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Álvaro Mutis, etcétera, lo que se apronta es una realidad sobreabundante y portentosa, vivida como cotidianidad, y no una excepcionalidad arbitraria donde la normalidad se quiebra. El gran hallazgo del "realismo mágico", el gran hallazgo de Macondo, fue éste de entremeter el paisaje, la Historia, los mitos, la memoria arcana de los pueblos, como expresión natural y huella inmediata de los hombres. Se trata, pues, de una realidad ampliada (pero realidad al cabo), en la que el imaginario humano, la orografía y el clima, prefiguran y ahorman a sus personajes, sin anular su albedrío. Ese es el profundo lazo, la lenta ondulación del siglo, que une a Faulkner con Neruda y Borges, y a éstos con los autores del realismo mágico. No el misterio abisal que late bajo una realidad apacible, como ocurre en el surrealismo; sino un latido más ancho donde lo irracional y lo fantástico adquieren la corpulencia y el uso de lo acostumbrado. La mejor historiografía del siglo pasado, así como la antropología del XIX-XX, dirigieron sus pasos en este sentido. Baste como ejemplo Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval, obra del desaparecido Jacques Le Goff, donde esta habitualidad con lo extraño, esa intimidad con lo inopinado y trascendente, queda resuelta ejemplarmente.

Si se me permite decirlo así, el realismo mágico fue el último proyecto literario, de ambición científica, que pretendió recoger la totalidad del hombre. Una totalidad en la que, como ya se ha dicho, el ser humano aparece prefigurado por el mito, ahormado por el paisaje, libre con una libertad en la que lo maravilloso es vecino de lo intrascendente. Así, cuando el coronel Aureliano Buendía se halle ante el pelotón de fusilamiento, recordará no las grandes consignas que atravesaron su siglo, sino el blanco estupor, la hosca maravilla, el breve escalofrío del hielo.

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