De libros

Una propuesta de felicidad

Siendo una de las doctrinas más valiosas y reveladoras de la Antigüedad, el epicureísmo fue tergiversado durante siglos por ignorancia, en el mejor de los casos, o más a menudo por un deliberado afán de ocultar su potencial liberador respecto de los temores ancestrales del ser humano, por parte de los credos o instituciones que necesitaban de aquellos para sostener su impugnación del mundo en favor de la promesa de otra vida. Reducido por sus adversarios a una burda caricatura, el pensamiento de Epicuro implicaba una revolución que necesitó muchos siglos para ponerse en marcha, pero más de dos milenios después su propuesta ética sigue siendo válida como guía o estímulo para la verdadera buena vida. Frente a la muerte, decía el filósofo de Samos, vivimos como en una ciudad sin murallas, y sólo desde la serena aceptación de lo ineluctable se puede aspirar a una felicidad no anestesiada.

Disponemos de excelentes introducciones a la escuela del Jardín, como el Epicuro de Carlos García Gual (Alianza) o El epicureísmo de Emilio Lledó (Taurus), por citar sólo las que hemos leído. El grueso de su pensamiento, sin embargo, porque la abundante obra del maestro se perdió casi completamente, lo conocemos a través de su discípulo Lucrecio, cuyo De rerum natura es la fuente principal para acceder a la fascinante cosmovisión de los epicúreos. Hace diez años Francisco Socas publicó en Gredos una traducción en prosa del memorable poema latino, La naturaleza, precedida de un preámbulo que ofrece claves precisas para entender los luminosos versos del poeta y apreciar la importancia de su legado. Ahora Acantilado ha recuperado otra versión en prosa, la del latinista catalán Eduard Valentí Fiol, publicada a comienzos de los sesenta. Entre nosotros, la primera traducción en verso se debió al abate Marchena, que volcó el poema en endecasílabos blancos, y más recientemente el sabio e inolvidado Agustín García Calvo tradujo el texto latino en imposibles hexámetros justamente caracterizados, en palabras de Socas, por "su riqueza literaria fiera y extravagante".

La edición de Acantilado, De la naturaleza, trae un prólogo de Stephen Greenblatt en el que el profesor de Harvard, estudioso y devoto de Shakespeare, retoma algunos de los argumentos contenidos en su excelente El giro, publicado en España por Crítica. Premiado con el Pulitzer de 2012, el ensayo de Greenblatt cuenta con gran amenidad y admirable pulso narrativo el cúmulo de peripecias que hicieron posible la reaparición del poema de Lucrecio de la mano del humanista florentino Poggio Bracciolini, que lo encontró (1417) en la biblioteca de un monasterio de Alemania. Con buen criterio, el autor atribuye el hallazgo, debido a uno de los buscadores de libros antiguos que seguían el alto ejemplo de Petrarca, un papel crucial en el cúmulo de fuerzas que alumbraron el Renacimiento y conducirían a la Ilustración. No sólo el combate de la superstición o la libertad de elegir al margen de los castigos y recompensas en la otra vida, el poema de Lucrecio proponía además toda una teoría del universo, heredera del atomismo, que anunciaba de un modo visionario los avances de la física moderna.

No es que los dioses no existieran, sino que no tenían ninguna incidencia en nuestro mundo, hecho de materia en perpetuo cambio. El alma muere con el cuerpo y los átomos de que ambos se componen continúan sus combinaciones incesantes. Ideas no sólo revolucionarias, sino peligrosas, que inspiraron a escritores o artistas como Montaigne o Botticelli pero llevarían a la hoguera a Giordano Bruno. Otros, como Galileo, se salvaron por muy poco, pero la semilla había fructificado y el proceso era ya imparable. Greenblatt habla de muchas otras cosas en su libro, de los monasterios como ignorado refugio de la cultura clásica, de la burocracia vaticana en los tiempos convulsos del cisma y el mercadeo de indulgencias, de los herejes anteriores al luteranismo o de la rivalidad a menudo cruenta entre los humanistas, que a veces compartían nobles empeños y otras -la carne es débil- se difamaban como porteras.

Fue el refinado Niccolò Niccoli, príncipe de la elegancia, el primero que recibió el poema recuperado de Lucrecio, enviado por Poggio desde el monasterio donde transcribió la copia. La vívida descripción que hace Greenblatt de los estudiosos del Renacimiento recuerda por momentos el hermoso y perdurable retrato que trazó de ellos Francisco Rico en El sueño del humanismo (Destino). Se recogía allí la afirmación de un contemporáneo que afirmaba, respecto de Niccoli, que "verlo a la mesa, tan antiguo como era, era una delicia", para resaltar cómo la propuesta del movimiento trascendía ampliamente el ámbito de la filología. Por ello concluía Rico -de quien Acantilado acaba de publicar una nueva aproximación a los Tiempos del 'Quijote'- que, más allá de su voluntad restauradora y de su interés por los estudios clásicos, el humanismo fue "una manera de comer, sí, como fue una manera de divertirse, de amar, de hacer la guerra, el arte o la literatura".

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