Algeciras

Sexo a 30 euros, 10 la pensión

  • Las prostitutas ofrecen sus servicios a los viandantes durante la noche y también de día · Los vecinos de la Zona Baja, hastiados por esta situación, exigen a los políticos que cumplan sus promesas

El reloj apenas marca las 22:34 horas. El tráfico resulta todavía fluido y algunos peatones aún circulan por el paseo del Río de la Miel y sus calles aledañas. Una muchacha permanece apoyada en el marco de la puerta del antiguo Hotel Sevilla, el que después albergaría la sede de Transmediterránea. Es joven, debe rondar los 26 ó 27 años; y de origen subsahariano. Hace que conversa por teléfono; pero, al pasar un posible cliente, le chista.

“¡Hola guapo!”, dice. El periodista se acerca. Y ella continúa con su ritual: “¿Qué tal?”. Lleva el pelo, rizado, recogido en una coleta. El lápiz de labios perfila su boca. Mira directamente a los ojos y no quiere dejar escapar los minutos. Sin mayor dilación, tarda pocos segundos en ir al grano. “¿Vamos a follar?”, pregunta en voz baja, casi imperceptible, como queriendo esconder lo evidente a quienes andan por la calle en esos momentos. El reportero se cerciora: “¿el qué?”. Y ella repite su cuestión con insistencia, “¿vamos a follar?”.

Esta escena no le resulta extraña a los vecinos de la Zona Baja. De hecho, ellos describen multitud de secuencias similares. Es lo que ven desde sus ventanas, cada noche y cada día. Porque, según cuentan, la prostitución en la barriada no sabe de horarios. Son, por ejemplo, las 14:20 horas aproximadamente y un viajero ataja por una de las calles perpendiculares al Río de la Miel para llegar antes a la estación de tren. Delante de una casa, reclinada sobre el poyete de una ventana de la planta baja, una mujer de unos 40 años lo ve pasar y le ofrece también sus servicios sexuales. Lo hace con discreción, lo señala y lo invita a entrar. Un “¿qué tal?, guapo” y un gesto con la mano resultan suficientes. El hombre declina su oferta y continúa su camino. Y ella permanece indiferente, habituada al rechazo; y sigue observando la calle y sus viandantes.

Los vecinos de la barriada hablan de hastío y de cansancio por una situación a la que, por ahora, ningún partido político ha encontrado solución. Aún así, ellos recuerdan las promesas de seguridad repetidas por los gobernantes. “Es cierto que la presencia policial se incrementa algunos días”, comenta uno de los residentes en la zona. Aunque muchos la consideran todavía insuficiente.

La chica joven del antiguo Hotel Sevilla sigue charlando con su supuesto cliente. Éste le pregunta el precio: “¿Cuánto?”. Y ella responde con frases cortas, rápidas e inconexas: “Follar 30 euros (calla unos segundos y añade), 10 euros la pensión”. Aguarda un momento, como pensando las próximas palabras milimétricamente. “¡Venga!”, insta, “todo 40 euros”.  La chica toca entonces el brazo del periodista. Da un paso adelante y se aleja del marco de la puerta. “¿Y dónde?”, se le pregunta. “Cerca, al lado de aquí, en esa calle”, dice, mientras señala con el dedo una pequeña vía de la barriada, perpendicular al paseo del Río de la Miel.

El presunto cliente le lanza otra cuestión: “¿allí hay más chicas?”. La joven parece hartarse de las preguntas. Quizás desconfía o sospecha algo. “¡Venga! ¡Vamos ya!”, dice. “No gracias”, contesta el periodista. Y ella se enfada. “¿Por qué?”, alza la voz. “¿Por qué? ¿Por qué?”, grita ya, atrayendo las miradas de viandantes y otras prostitutas.

Precisamente, chillidos como esos protagonizan las quejas de los vecinos. Unos algecireños que en privado sí comentan el nombre de las pensiones de la zona donde ejercen estas chicas. Incluso señalan su dirección: “En el número 22 de la calle...”. Pero no se atreven a denunciarlo públicamente, a mostrar su rostro, por miedo a posibles represalias.

Se apagan los gritos de la joven del antiguo Hotel Sevilla. La chica subsahariana vuelve a la puerta del edificio y se lleva de nuevo el móvil a la oreja, a la espera seguramente de un verdadero cliente. El periodista prosigue su camino y avista a otra prostituta, más arriba, a dos manzanas de la anterior, más cerca de la estación de autobuses. Es una de las que escuchó los chillidos de su compañera. Cuando el posible cliente –por lo menos, lo era hasta hace tan sólo unos minutos– pasa a su lado, la subsahariana únicamente lo mira. No le dice nada.

Cerca de ella, por una de las vías que llega a ese cruce, pasea otra chica. También es de origen africano. Lleva un bolso negro de pequeñas dimensiones y una falda muy corta. Cruza de una acera a la de enfrente. Sube y baja la calle repetidas veces, como inmersa en un bucle sin fin. Metáfora de un mundo, la prostitución, al que pocos avistan una salida.

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